Mañana hará cien días que todo se paró. Cuando ocurrió ninguno nos lo podíamos temer, por mucho que ahora broten de debajo de las piedras los capitanes a posteriori. Desaparecieron los planes, los proyectos, los amigos… hasta las calles. Desapareció nuestra vida tal y como la conocíamos. Todo tardó un segundo en esfumarse a la par que se ennegrecía el horizonte. Desde entonces hemos pasado por todos los estadios posibles: del miedo pasamos a la introspección, al ahogo de no perder de vista el techo, a la angustia de los cincuenta metros cuadrados, al deporte en el salón, al ordenador perpetuo, a la estupefacción de las cifras de muertos y a la pena inmensa de los mayores que se iban antes de tiempo. En silencio, en soledad y lejos de casa. Cien días para vivir tantas cosas cuando la vida se para.
Urriés se levanta en el extremo norte de la provincia de Zaragoza. No llega a cuarenta vecinos censados y son bastantes menos de continuo. En verano casi dobla, eso sí. Allí hace cien días no se paró gran cosa porque nunca hubo aglomeraciones, ni tráfico ruidoso ni centros comerciales. Hay casas de piedra. Hay gatos que no se estresan y reses que pastan y beben del río Onsella. Allí todo el mundo conoce tu nombre y te saluda al pasar. Hay un museo etnológico y hasta se celebran congresos sobre periodismo local y despoblación. Porque de eso sí que saben en Urriés. Tienen la calle más estrecha de Europa y una preciosa iglesia románica del XII. Es un lugar muy especial, un sitio de esos donde puedes sentir de verdad que el tiempo vale la pena; precisamente porque se detiene a beber del Onsella, porque se queda contigo y parece que puedes apresarlo y vivir eternamente en sus piedras.
Estábamos en marzo cuando empezamos a no saber nada. Dejamos de tener apresado el mañana —aunque fuera solo el día siguiente— y fue ahí cuando experimentamos el mayor miedo que azota a los humanos: la incertidumbre. Nos sentimos vulnerables, como una mosca que se cuela en un coche y no encuentra la salida, como quien empieza a ser consciente de que no maneja las riendas. Nos convertimos en incondicionales de los plenos del Congreso, en expertos en pandemias y conspiraciones, en paranoicos con razón de ser y vocación de permanencia, en antisociales por imposición normativa. Nos hicimos prisioneros del balcón, cómplices de las miradas del vecino, huérfanos de certezas y supervivientes urbanos de la isla del octavo A. Nos volvimos más sentimentales, más trascendentes, más solidarios, más frágiles. Nos empezó a oler la piel a alcohol, a azúcar, a pasillo. Nos dio por echar de menos la vida.
En Urriés la vida va a cámara lenta. Los ciclos los marca el sol o la nieve, y los jueves, que es cuando hay misa de ocho. Hay casas que dejaron de serlo hace décadas. Donde otrora hubo una cocina de leña ahora brota la maleza y alguna que otra amapola. Es lo que tiene haber perdido el techo, la puerta y las paredes. Es lo que tiene haber perdido hace mucho a sus ocupantes. En el extremo norte de Zaragoza, a orillas del Onsella, aún es posible apresar el tiempo, notar cómo se detiene a beber en el río. Presenciar cómo es la vida de verdad, cuando se desprende de todo lo accesorio. Cuando cien días es lo que dura un amanecer, un atardecer, un suspiro. Cuando la vida se parece a la vida.