Blas Infante, con una de sus cuatro hijos.
Blas Infante, con una de sus cuatro hijos.

Coincidiendo con el 135 aniversario del nacimiento de Blas Infante, se ha publicado uno de sus libros menos conocidos y, sin embargo, más importantes: La Sociedad de las Naciones. En él, quizá como en ningún otro, se argumentan e imbrican los dos componentes fundamentales del pensamiento infantiano: Andalucía y la Humanidad. La oportunidad para escribirlo fue la posibilidad (o, más bien, la esperanza) de que la Primera Guerra Mundial, que estaba finalizando en el otoño de 1918, diera paso a un periodo de paz permanente, basado en el reconocimiento de todos los Pueblos-Naciones y la igualdad entre ellos. Paz, Libertad de todos los Pueblos e Igualdad conformaban, para Infante, el Ideal de la Humanidad; un Ideal que habría de garantizar el nuevo organismo que iba a crearse: la Sociedad de las Naciones.

Todo el libro constituye un alegato, apasionado y a la vez intelectualmente consistente, en defensa de la necesidad de la creación de esta entidad inter-nacional y del derecho de Andalucía a formar parte de ella. La ocasión la ofrecía el planteamiento del llamado “principio de las nacionalidades”, que era uno de los puntos clave de las propuestas de paz contenidas en el denominado programa Wilson (por el presidente de Estados Unidos que lo patrocinaba). Pero Infante aprovecha la ocasión para avanzar mucho más en los ejes de dicho programa y presentarnos su visión sobre cómo debería ser el nuevo orden mundial, cómo construirlo y qué encaje deberían tener en él los Pueblos-Naciones, incluida Andalucía.

En aquel momento histórico –meses finales de 1918- Infante afirma que “las nacionalidades ibéricas despiertan de su letargo… Y una de estas nacionalidades es Andalucía”. Ello ha sido posible a pesar de que “los poderes centralistas depredadores vinieron a soldar, por una acción tiránica, hace un lustro de siglos, el alma distinta de las nacionalidades ibéricas en la uniformidad corporal de una España que nació muerta”. Define a España como una “nación cadáver”, irrelevante en el plano internacional y dedicada a la “necia alabanza propia”, como lo refleja la instauración de la “Fiesta de la Raza”. Al igual que durante toda su vida, Infante es aquí implacable contra la España monárquica, centralista, caciquil y corrupta que había convertido a Andalucía en “bufón, Patria desconocida y despreciada, enterrada por el bárbaro cristiano conquistador: la Patria más oprimida”.

Así, nos dice que la “Madre Andalucía” necesita de una cuádruple Reforma: espiritual, cultural, social y política. Una reforma para la cual no trata de crear “un Partido dirigente” –Infante definió siempre los partidos políticos como “organizaciones caciquiles”– sino “un Pueblo director, capacitado para la democracia… y para ostentar con honor la dignidad soberana”. Consideraciones, todas ellas, que estaban ya en germen en Ideal Andaluz (1915) pero que aparecen aquí con mayor claridad y contundencia. No olvidemos que Infante y los andalucistas estaban volcados en organizarse para esa tarea a través de instrumentos no partidistas como los Centros Andaluces y mediante una intensa propaganda y la creación de símbolos identitarios que activaran las conciencias. La Asamblea de Ronda del 18, el Manifiesto de Córdoba de 1 de enero del 19, la Asamblea de Córdoba de marzo del mismo año y la actividad y expansión de los citados Centros fueron hitos en esta tarea.

Paralelamente, Infante iba construyendo un cuerpo teórico muy importante, buena parte del cual se refleja en las páginas de La Sociedad de las Naciones. Así, para despejar cualquier duda acerca del tipo de nacionalismo que representaba el andalucismo, declara: “Nosotros defendemos el reconocimiento de la personalidad y libertad consiguiente de todos los pueblos o colectividades de individuos fundados por la necesidad, la libertad o la historia que aspiren a regirse por sí”. Esta declaración, nítidamente soberanista, se complementa con su otra afirmación de que todos los Pueblos-Naciones, en sus fines y objetivos, deben guardar “subordinación absoluta a los fines de la Humanidad”. Con palabras de hoy diríamos: deben dirigirse al Bien Común de la Humanidad y a la defensa y garantía de los Derechos Humanos individuales y colectivos.

Infante se aleja de las corrientes esencialistas o etnicistas presentes en otros nacionalismos y declara, aplicándolo también a Andalucía, que una nación puede existir, o crearse, no solo en base a la geografía, a la lengua o la cultura sino también por “una común necesidad”. Para él, es imprescindible “el consentimiento libre de las poblaciones”. Por ello, incluso defiende el derecho de las personas a “nacionalidades electivas”.

Las tres aspiraciones fundamentales, que entiende complementarias, son la Libertad de todos los Pueblos para dotarse de las instituciones que por sí decidan, la Igualdad y Solidaridad entre los Pueblos, y “el cumplimiento de los fines de la Humanidad”. Asume plenamente la no incompatibilidad entre nacionalismos soberanistas y valores universalistas. Y no solo eso. Considera que solo a partir de Pueblos libres e iguales es posible construir un orden mundial justo y verdaderamente humano. El camino para materializarlo no puede ser otro que el confederalismo. La vía confederal (aunque a veces escriba “federal”) que alienta de forma permanente en su pensamiento es sin duda de raíz pimargalliana y enlaza con el republicanismo confederal andaluz del siglo XIX que produjo los proyectos de constitución presentados en Antequera, en 1883: Constitución para los ayuntamientos, Constitución para los cantones o comarcas y Constitución para Andalucía “autónoma y soberana”. En esta misma lógica contempla Infante la construcción de la Sociedad de las Naciones: a modo de una Confederación de Pueblos-Naciones en igualdad que laboren por la consecución de los fines de la Humanidad sin por ello rehusar a su libertad, a su soberanía, que estaría garantizada por la existencia misma de la Sociedad.

En modo alguno la Sociedad, podría ser la antesala de “un Estado único o gobierno único universal”. Esta idea es calificada duramente de “sueño loco de centralistas uniformizadores que desconocen las realidades vivas creadas por la historia o susceptibles de ser creadas por la libertad”. El verdadero universalismo, para Infante, no puede ser construido ahogando la soberanía de los Pueblos o supeditando unos Pueblos a otros. Al igual que el reconocimiento y garantía de esta soberanía no puede ser obstáculo para que los Pueblos confluyan –confederativamente- en una organización a nivel mundial. Desde una lógica confederal y humanista, no hay contradicción entre soberanía de los Pueblos y valores y fines universales

Como es bien sabido, la Sociedad de Naciones que fue creada tras el Congreso de la Paz en modo alguno respondió al modelo planteado por Blas Infante, convirtiéndose –como ocurriría décadas más tarde con la ONU resultante de la Segunda Guerra Mundial- en instrumento de las grandes potencias y de las “clases poderosas”, como presagiaba Infante en las últimas páginas de la obra que ahora reeditan la Fundación Blas Infante y el Centro de Estudios Andaluces. En ellas mostraba ya su frustración por cómo estaban desarrollándose los acontecimientos: “Tal vez –escribe- sea que el parto no ha sido consumado aún, o quizás la Sociedad de las Naciones será creada pero será un feto sin vida, tal vez nacerá muerta”. El “principio de las nacionalidades”, por el que habría de reconocerse a todos los Pueblos del mundo su derecho a autodeterminarse mediante referéndum, dotándose de las instituciones políticas que libremente cada uno decidiera, fue desnaturalizado y convertido en coartada de los Estados para autodefinirse –la gran mayoría de ellos falsamente- como naciones. Esta maniobra fue perfectamente percibida por Blas Infante en su momento y analizada por él en escritos posteriores que reflejan incluso una cierta resistencia al uso de los términos nación y nacionalismo por el contenido que impusieron a estos los estados supremacistas y las clases dominantes. Para desmarcarse del contagio estatalista de esas categorías acuñaría Infante el que llamó “principio de las culturas”.

En todo caso, y más allá de que la Sociedad de Naciones en modo alguno respondió a los postulados de Infante, en esta pequeña obra suya, nada extensa –unas ochenta páginas-, se contiene su idea de un orden mundial justo basado en el reconocimiento mutuo de todos los Pueblos, entre ellos Andalucía, en libertad e igualdad. Se alude al objetivo de unos “Estados Unidos de Iberia”, construidos confederalmente y por libre decisión de pueblos soberanos, se defiende la necesidad de un “desarme absoluto y universal” y de una radical desmilitarización, y se afirma que la enseñanza de la Historia debe dejar de ser “el cuento de narraciones bélicas inspiradas por la fuerza bruta” porque “la historia de las guerras será la historia de la barbarie humana que los hombres olvidarán avergonzados”. Como alternativa, “la historia que habrá de enseñarse a los niños será la de las eficiencias civilizadoras de un país. Así hicimos nosotros al recomponer la historia de Andalucía”.

Quien lea este librito de Blas Infante no solo aprenderá mucho sobre muchas cosas sino que tendrá en sus manos argumentos e instrumentos que, la mayoría de ellos, son perfectamente aplicables a la situación actual de Andalucía y del mundo. Debería estar prohibido homenajear al Padre de la Patria (mejor Matria) Andaluza sin haber leído sus obras o disponerse a hacerlo. A quienes no lo hagan habría que pedirles que no manoseen su nombre ni hablen de lo que no saben nada.

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