¡La bolsa o la vida! ¡No, no se asuste! No voy a asaltarlo por los caminos, no soy ningún bandolero. Aunque podría ser José María “El Tempranillo”. Esta famosa expresión, la bolsa o la vida, atribuida a los bandoleros españoles que asaltaban en los caminos de Sierra Morena, tiene que ver con los deseos, las aspiraciones que han tenido los hombres desde siempre.
Porque el deseo anhela el amor, pero también el poder y la riqueza; es vida y muerte entremezcladas; y por eso se presenta siempre de modo incoherente, misterioso, contradictorio. Todo hombre es capaz de la máxima grandeza y de la mayor bestialidad. Según el filósofo Baruch Spinoza (1632-1677), el hombre se esfuerza por perseverar en su ser, mediante la energía y el esfuerzo que surgen del deseo que es la esencia misma del hombre. De este modo, la finalidad de la ética sería potenciar la realización del ser humano como persona. Por contra, la sociedad actual está presidida por una premisa: “Quien no tiene, no es”; si no se tiene “x” cosa en la sociedad consumista, el ser humano no es nada; o, dicho de otra manera, a medida que se tiene más dinero se es más persona. Hace depender la realización del ser humano exclusivamente de su realidad material.
Se trata del dilema “tener” o “ser”, ambición o grandeza de espíritu. La ambición es el deseo ardiente de poseer riquezas, fama, poder u honores. Se asocia a los delirios de grandeza, a las ansias de disfrutar de situaciones que no están, al menos actualmente, a nuestro alcance. La grandeza de espíritu es una cualidad de la persona que es digna de admiración y respeto por sus valores, especialmente su generosidad: es una persona noble de corazón. Se trata del afán de ser, de superarse en las capacidades y actitudes que cada uno tiene.
Pero no se trata de hacer puritanismo, la realidad siempre es compleja. Por tanto, no trataré de contraponer, de enfrentar radicalmente “el tener o el poder” y el “ser”. No me interesa una falsa humildad católica que preconiza el rechazo de toda ambición y en la práctica se asocia con el poderoso; ni un hipócrita laicismo que está deseando un palio para colocarse debajo. Cualquier ser humano razonable desea prosperar, pero cuida en todo momento su crecimiento personal. Una ambición humana moderada es un ingrediente necesario para el crecimiento personal. ¿Es una ambición perversa que tus padres deseen que tú mejores su posición económica o profesional? ¿Es una ambición maligna tratar de convertirse en una virtuosa pianista? Valgan estos ejemplos.
Acaso lo pernicioso sea anteponer radicalmente los intereses económicos particulares a ciertas obligaciones comunitarias relacionadas con las necesidades sociales; o dar prioridad a los intereses financieros por encima de los derechos humanos. Un hombre que se ocupa exclusivamente de aumentar sus riquezas es un hombre sin alma; la codicia le corroe el espíritu.
Por tanto, voy a tratar de esbozar en este artículo (I) los lugares por donde se desenvuelve la ambición y en uno posterior (II) los espacios propios de la realización del ser humano.
El marco de la ambición
La codicia, la avaricia, es propia del hombre ambicioso en exceso. Su vida es aburrida y triste porque solo ve lo que le acarrea dinero. Únicamente se aviva, se despierta cuando recorre sendas económicas; o dejando de transitar por avaro, por miserable, caminos costosos. Son personas de acción, pocos dadas a la lírica y a la reflexión, que destinan su vida de manera agónica a la acumulación. La propiedad privada está unida al sentir colectivo, pero el codicioso, el avaro, dice: “Democracia, sí; pero cada uno con su cuenta corriente”.
La energía del deseo se traslada entonces al juego competitivo de la economía, de los fondos de inversión, del negocio. Y entonces el avaricioso ha de correr cada vez más rápido para mantener el ritmo de competición con todos los demás. Le abruma su exitómetro interior. Vencer es el imperativo categórico del que participa en el juego económico.
El arte de medrar: Ha comenzado la escalada, la subida de peldaños de una posición a otra superior. Muchos intentan culminar la escalera y fracasan. Pero otros, si se les deja subir, se aferrarán al reino del poder y la plata. Aunque cuando suben a ese peldaño que ansiaban y llegan a alcanzar el liderazgo a través de los codazos, de la conspiración, su posición se hace inestable como ha resultado ser la de su predecesor en el puesto. Así le ocurre a Macbeth, el personaje de Shakespeare, que habiendo usurpado el trono, siente el miedo y la angustia de una futura conspiración similar a la suya. Es el principio de la circularidad del poder: si el anterior rey ha caído por él, ¿por qué alguien no podría hacerle caer a él? ¿Acaso es el riesgo de morir de éxito? Tanto el protagonista como su instigadora esposa lady Macbeth comienzan a cruzar el territorio de la demencia y del síndrome paranoico.
Algunas estrategias de la codicia
El alpinista político no mira a los ojos, mira al horizonte; las pestañas no le parpadean: los músculos de la cara están tensos; actúa de acuerdo con el refrán: “Ojo de lince, paso de buey, diente de lobo y hacerse el bobo”; indiferente, glacial, impasible; como la efigie de un dios. Por eso, descubrir al hombre perverso que puede haber detrás conlleva mucho tiempo.
El codicioso eligió en algún momento de su vida, quizá desde pequeño, dedicarse exclusivamente a los objetos: el poder, el estatus, la fama, el dinero. No le importa utilizar a los compañeros como trampolín para saltar al siguiente peldaño. Considera que es ley de vida aprovecharse de las personas. Carece de principios éticos y de sentimientos. Solo se puede ser ambicioso si no se sufre.
El superior desdeña los roles inferiores y la compañía de gente despreciable. Elige los defectos personales de su adversario para ridiculizarlo. Fabrica odio sin descanso, es su hábitat natural.
Alrededor del poder pululan los babosos pelotillas y aduladores. Pero el que alaba está solicitando favores y ventajas, es en el fondo un mendigo.
En los regímenes autoritarios y también en algunos democráticos existe la figura del chivato que se aposta donde concurre la gente para denunciar a los que contradigan al poder dominante. También cumplen la función inversa actuando de correveidiles cuando al poderoso le interesa mejorar su reputación o para propagar algún chisme de un oponente, muchas veces de connotación sexual. Además, todo inferior en la pirámide organizativa está obligado a informar a su superior no solo de los aspectos técnicos sino también de todo lo relacionado con la vida privada de los subordinados que le pueda afectar.
Una empresa despide a un trabajador. Su puesto lo ocupa un miembro de la familia de un concejal y este, a su vez, coloca en el ayuntamiento a un miembro de la familia del empresario. Es la política del nepotismo: enchufar a los parientes en los empleos públicos o privados. Por eso es conveniente tener “una lista de contactos”.
El poderoso se vuelca con cada uno durante las entrevistas: con el banquero, con el político, con el empresario, con el obispo… prestándole toda la atención al negocio que se traen entre manos, y aunando los métodos del pedagogo con las tácticas del espía.
Plauto decía que “el hombre es un lobo para el hombre”. Por eso la mayoría vive a la defensiva, acaso con miedo. Solo la minoría vive al ataque, practica la ambición.
La autoridad moral se basa en la capacidad y se adquiere con el respeto y la ejemplaridad; y ayuda a desarrollarse a las personas. La autoridad irracional se basa en la fuerza y explota a la persona sujeta a esta. Su energía motivadora es la agresividad.
“El dinero tiene la curiosa propiedad de que, siendo a veces causa, medio y efecto de los delitos más horrorosos, él sale de ellos indemne, limpio de polvo, paja y sangre, joven, inmaculado e inocente, listo para ser puesto otra vez en circulación y ser amado de nuevo, cual virgen perpetua y siempre muda, que se vende al mejor postor sin decir ni pío”. (La ambición, Emilio López Medina, Univ. De Jaén).