Afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento. Es lo que dice la Real Academia Española que significa bonhomía. Palabra infrecuente, con cierta sonoridad, incluso con la mudez de una hache intercalada, pero aguda y tildada. Un término —por qué no— bonito, que representa cualidades más valiosas todavía, que no es vocablo habitual, como tampoco lo es encontrar estas cualidades tan amables –o quizás sí— en el día a día.
Nos quedamos con el ‘quizás sí’, rehuyendo del catastrofismo crítico hacia lo que nos afea y, a pesar de la sombra acechante del caótico ‘septembrismo’ (sensaciones posvacacionales de tristeza y/o desorientación), ponemos en valor momentos en el día a día que nos recuerdan que, aunque bonhomía esté en desuso, la buena gente, no.
Más familiares nos resultan términos como nobleza, solidaridad, sororidad –en la misma línea que la anterior, pero referente a la hermandad entre mujeres—, altruismo –filantropía-, o humanidad –entendida como rasgo de personalidad—. Todas ellas son palabras positivas, motivadoras, benevolentes, que forman parte de nuestra realidad social y que, aunque protagonizan muchos titulares en los medios de comunicación, no llegan a impresionarnos tanto como los hechos delictivos o los culebrones políticos.
Es una cuestión de costumbre, de morbosidad, de tendencia natural que nos llame la atención más lo negativo, lo escabroso, lo alarmante. Y hoy las redes sociales juegan un papel fundamental en la difusión de estos acontecimientos ya que, de hecho, se nutren en demasía de ellos.
Pero, igualmente, conseguimos emociones, lágrimas, congoja…, algo se nos remueve a nivel colectivo (volvemos a la importancia de las redes) con imágenes que nos conmueven en un todos a una. Cómo no recordar el sentimiento que despertó en miles de personas Pablo Ráez, aumentando de manera histórica el número de donantes de médula, o los pantalones remangados en las inundaciones, las gotas de sudor en los incendios, las acogidas de los menores que llegan en pateras, la señora que cocina para un regimiento de personas desfavorecidas, el desescombro en terremotos, la búsqueda de desaparecidos, las donaciones de sangre en las catástrofes, las donaciones de órganos, o cualquiera de las infinidad de acciones que desarrollan los voluntarios en distintos ámbitos de actuación. Innumerables y admirables.
Nos nutrimos y activamos con esas realidades que nos trasladan medios de comunicación, las redes sociales, con lo que escuchamos mientras tomamos café en el bar de la esquina…, pero la mayoría de las veces pasamos por alto gestos y situaciones en nuestro mismo entorno, en nuestro devenir diario, que son dignas de valorar, síntomas claros de que la bonhomía no está en peligro de extinción. Pongamos nuestro foco, por ejemplo, en ese señor mayor que no puede subir la calle Consistorio con su silla de ruedas y en quien le ofrece su ayuda para llegar al Señor de la Puerta Real. Quedémonos con la atención que recibe de manera inmediata un chaval que se ha caído de la moto entrando en la calle Larga (lo que ocurre cuando tardan en quitar la cera de Semana Santa). Falta tiempo para que alguien lo atienda y lo ponga en la posición lateral de seguridad, que otra avise al 112, y otro vaya a por agua a La Moderna. Tampoco falta quien quita a los curiosos de encima para que el accidentado tenga aire. Todo eso también es Jerez.
Más detalles, más livianos, pero agradecidos son gestos como ceder el asiento en un autobús, el paso a los demás conductores o el turno en la cola del supermercado a los que tienen menos compra. Ceder, dar, regalar a personas desconocidas, sin esperar nada a cambio.
Y no nos olvidemos de gestos tan fabulosos como dar las gracias, los buenos días y sonreír. El poder de una sonrisa es infinito. Prueba y verás.