La previsión del tiempo de la próxima semana me hace temblar un poco, y no es porque vaya a hacer frío polar. La razón es que se acerca, imparable, un hecho recurrente que no por repetido se hace más fácil: el temido cambio de ropa . Las camisetas de tirantes cederán su espacio a jerseys de cuello alto, los pantalones cortos serán reemplazados por sus sustitutos largos y los tejidos vaporosos y frescos se retirarán dejando paso a la lana, la pana y demás género calentito.
El zapatero también sufrirá cambios: botas y botines usurparán con cierto orgullo los estantes llenos de chanclas y sandalias, que quedarán a la espera de un posible cambio climático precoz o, como mucho, ocho o nueve meses.
Durante los dos o tres días que durará el proceso, la cabeza se llenará de preguntas tan absurdas como trascendentales: ¿Me quedo esta prenda? ¿La doy? ¿La tiro? Marie Kondo se me aparecerá en el hombro izquierdo disfrazada de diablilla y mi abuela, que era alérgica a deshacerse de todo en general, en el derecho de blanco angelical, con alas y corona, intentando por todos los medios que no ceda ante la propuesta maligna de Marie, que pretenderá que me quede con el armario casi vacío.
Visualizar la escena no me apetece en absoluto, pues detrás de toda la ropa, escondido, se encuentra el deseo genuino de comenzar de nuevo una y otra vez, con ropa distinta y distinto ánimo. Como si todo lo anterior no fuera magnífico per se, como si avanzar no supusiera seguir dando sentido a lo que fue.
Aunque, por otra parte, es cierto que a veces te empeñas en darles lustre a las botas viejas, pero no quedan bien. Insistes, porque son justo ellas las que una vez te encantaron y te siguen gustando, pero se han gastado y no dan más de sí. Compras betún; si una marca no te funciona, pruebas con otra pero nada les quita esa capa de “se acabó lo que se daba”. Y te resistes a deshacerte de ellas por pura lealtad. Pero llega el día, porque llega, en que eres consciente de que no tienes demasiado espacio en casa. Entiendes que es hora de comprar otras y dejar el espacio para esas botas que sí podrás ponerte sin dedicar tanto esfuerzo. Nunca serán como las antiguas, pero podrán ser mejores. O no. Pero lo que queda claro es que te tienes que arriesgar a probarte otras.
Ni Marie Kondo ni mi abuela tienen mucho que decir ante esta nueva opción. Con mucha probabilidad y por el esfuerzo económico y mental que supone, el armario de invierno no cambiará de forma sustancial. Lo nuevo convivirá con lo antiguo, algunas prendas se mudarán a nuevos armarios y para otras no habrá salvación posible.
Me da la sensación de que el cambio de ropa aplica también a situaciones menos prosaicas, pero se me ocurre que no siempre el cambio es bueno, aunque sí necesario. Y, como dice una persona sabia que yo conozco, “ni siempre ni nunca”.