Gente autopagada por la exaltación de la historia oficialista pretende volver a la interpretación interesada de una historia encargada por un rey analfabeto, para justificar, a su burda manera, el avance de sus tropas sobre territorios meridionales de la Península, con el fin de obtener mejores tierras y manos que la trabajaran para ellos, una clase exclusivamente guerrera, que consideraba deshonroso el trabajo manual. Gentes que, en erróneo intento de legitimación, se declararon “descendientes” del “imperio” visigodo, unas huestes extranjeras invasoras, que tardaron más de tres siglos en asentarse en la península, dominio que sólo mantuvieron treinta y nueve años.
Así, se pretende contrarrestar la verdadera historia de la conquista, deducida y descubierta por historiadores independientes, mucho más honrados que aquellos capaces de quedarse en la crónica de Alfonso III, sin investigar más allá de lo escrito por el amanuense. ¿Qué motivos “políticos” podría haber para ensalzar a estos investigadores modernos –Olagüe; Ortiz de Lanzagorta; Américo Castro; González Ferrín; Carlos Muñiz y otros— cuyo análisis contradice plenamente la oficial y oficialista versión de los “cristianos buenos”, capaces de expulsar de la península a los “moros malos” que la habían invadido bastante siglos antes? Los suficientes para que aquellos supuestos invasores ya no existieran más que en el recuerdo y sólo algunos de ellos. La historia oficial, todavía basada en la incongruencia contradictoria del poema de Fernán González, sólo está interesada en negar la evidencia, hasta el punto de impedir estudios e investigaciones, como ocurre en Orce o en aclarar dónde está Clavijo o cómo pudo pasar por una arista el supuesto y supuestamente numeroso ejército califal.
Los nuevos panegíricos del oficialismo vuelven a volcar los males en una supuesta “invasión” musulmana. Árabe, la llaman. Ni se han molestado en pensar que la predicación de los sucesores de Mahoma (fallecido 80 años antes) todavía era un fenómeno reciente en 711; O que no hubo ningún tipo de influencia árabe (árabes sólo son los nacidos y residentes en Arabia), sino, como mucho, siria, espacio geográfico dónde se sitúa Damasco, capital del naciente Califato Omeya, “reino helénico” de profundas raíces griego-macedonias. Ignora que la gran expansión inicial del islamismo se produce en territorios que habían sido cristianos unitarios, arrianos excomulgados por el I Concilio de Nicea. Para los arrianos no existía la Trilogía, sino un solo Dios, del que Cristo era su profeta. Ante la coincidencia con la nueva doctrina, los que habían sido arrianos abrazaron con facilidad el islamismo.
Ignora lamentablemente muchas cosas, como que los seguidores de Witiza eran pocos y sin armamento, que ni el Emirato ni el Califato contó jamás con un ejército permanente, o la plena ausencia de pruebas del llamado “tributo de las doncellas”, cifrado en cien jóvenes al año, disparatada cifra, más que disparada por el autor sin miedo al ridículo, hasta “millones de mujeres”, imposible cifra en la despoblada zona de los estados todavía no nacidos de la cornisa cantábrica. Tan inexacto y falto de rigor, como la supuesta “consecuencia” recogida en la versión alfonsina y en el poema, de la inexistente batalla de Clavijo, esa en la que “el propio Santiago bajó del cielo en un caballo blanco lo que decidió la victoria de los astur leoneses”.
Alfonso III, ansioso de poder y de gloria, autodenominado “el Magno”, pretendió ser Emperador y árbitro de los reinos peninsulares. Simplemente: si el Emirato de Córdoba hubiera contado alguna vez con un ejército profesional de más de ciento cincuenta mil soldados, como dice de la también inexistente “batalla de Covadonga”, jamás los reinos del norte habrían podido conquistar algo más allá de los montes cantábricos, si acaso. Y eso lo demostró y lo ratificó espléndidamente Almanzor, quien no quiso destruir y borrar los reinos llamados “cristianos”, porque no era eso lo que perseguía, sino solamente acabar con sus razzias por territorio califal.
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