La Iglesia católica no necesita voluntarios defensores, porque no está siendo atacada. Cuando nadie la ataca no hay que defender nada. Lo malo de estos defensores de ocasión es que defiendan a bulto porque no pueden defender el objeto, el asunto en concreto. El objeto son las apropiaciones ilegítimas, o sea: las inmatriculaciones. Pedirles que devuelvan lo ilegítimamente apropiado, o sea: inmatriculado, no es atacar a la Iglesia y mucho menos a la esencia de la religión que, para colmo, proclama la pobreza y la Iglesia sí ha atacado al arte, a la historia y a los pueblos de España, poniendo a su nombre, o sea: inmatriculando más de cien mil bienes, desde catedrales e iglesias hasta casas de vecinos, cementerios, calles y plazas.
Atacarla supondría poner en dudas sus principios, despreciar su derecho a la existencia o combatir sus creencias. Pero nada de eso se hace cuando, simplemente, se le reclama la devolución de todo lo indebidamente apropiado, es decir, inmatriculado. Porque ni siquiera se le intenta privar de su uso. Nadie ha pretendido en ningún momento impedir que las iglesia siga utilizando los lugares de culto, lo cual forzando “un poco” el argumento, podría torcer la interpretación hasta deducir que se le estuviera atacando. Pero ni eso ha sucedido. Simplemente —reiteramos— se le reclama la devolución a la propiedad común de lo que es porque siempre ha sido del común. Lo que se requiere es que esos bienes dejen de ser privativos —y propiedad de un Estado extranjero a través del obispado correspondiente— para volver a ser bienes comunes, propiedad del conjunto indivisible de todas las personas naturales del reino de España, lo cual también incluye a los obispos, pero ni les da su propiedad ni siquiera derecho de preferencia.
Aunque suponga repetirnos es necesario recordar que la cúspide de la Iglesia católica se ha hecho con la propiedad de más de cien mil bienes que siempre han sido del común aunque la jerarquía eclesiástica gozaba de su usufructo. Se ha hecho con esas propiedades de forma irregular, gracias a un recoveco legal (legal y legítimo no siempre es lo mismo, que quede claro) facilitado por Franco y su sucesor, Aznar y que por atentar contra el común de los españoles debería ser derogado por el Parlamento en pleno, porque atenta contra una propiedad que sólo puede corresponder al conjunto de la sociedad. Lo único que se pide es la reversión de esas propiedades al común, pero nadie ha pedido que la Iglesia deje de utilizarlas. Sin embargo ya han salido algunos innecesarios “defensores de la fe” (que no es fe sino interés económico y ansia de poder), para defender un indeterminado e inexistente derecho eclesiástico a su posesión física.
Pueden estar seguros estos defensores de ocasión, que su defensa de tal derecho está vacía, porque nadie, absolutamente nadie tiene derecho a posesionarse, a hacerse propietario por su simple firma, de unos bienes que hasta ese preciso momento han sido de todos. Y lo que es del común, por su propia naturaleza, no puede ser vendido ni comprado ni pignorado ni obsequiado, porque no es un bien propiedad de una persona, ni de una Institución religiosa ni seglar, sino del conjunto de la sociedad, de todos. Por eso es del común. Abandonen, pues, toda actitud beligerante, porque nadie está ni siquiera discutiendo un derecho a la Iglesia católica, pues lo que es del común legítimamente sólo puede seguir siendo del común. Por el contrario, como “gente de bien” que se supone deben ser, deberían sumarse a quienes reclamamos que los cien mil tesoros de arte de todos los tiempos inmatriculados por la Iglesia y por tanto en este momento propiedad de un gobierno extranjero, vuelvan a ser propiedad del común mediante la modificación de la ley para que nadie pueda volver a privatizarlo. Devolver no presupone dejar de usar esos bienes para el culto. Sólo afecta a la propiedad que siempre han tenido y que la cúspide de la Iglesia ha conculcado al inmatricularlas a su nombre.