No se si has tenido la suerte de haber sido un niño de barriada, haberse criado y educado, al margen de los valores que tus padres te han imprimido, en un centro de educación en el tiempo libre. Aquello era maravillosos, muchos chavales desde las plazoletas, los sábados por la mañana, nos lo pasábamos genial en el centro cívico. Una reunión sana y heterogénea donde niños y niñas aprendíamos a ser pacíficos, a tratar a una mujer como una compañera y a ver la paz y el civismo como pilares de la sociedad.
Me levantaba a las diez porque a las once ya con mis hermanos recién desayunados nos íbamos a ese templo de la felicidad. De la mano de monitores que pasaban la veintena, altruistas entregados a la causa de la educación en grupos dispares que iban desde los más pequeños hasta el ansiado final donde te formabas como educador. Me pasé toda mi infancia admirando a esas vacas sagradas, estudiando los distintos roles del comportamiento en la adolescencia, que ya llamaba a mis puertas para convertirme en el hombre que hoy soy: canciones, talleres, charlas, música, lectura, manualidades, teatros, asambleas, debates, camaradería, amigos de verdad e ilusiones por mejorar y parecerte a esa educadora que tanto me aportaba todo con la excusa de pasarlo bien. Desde el más carismático al más mágico allí todo el mundo tenía su rato de protagonismo. Eso eran mis sábados por la mañana.
Llegaba el frio y el Charco de los Hurones nos esperaba a todos, llegábamos en invierno envueltos en niebla y montados en un autocar que hoy no hubiera pasado la ITV, más repleto de lo que la seguridad requiere pero lleno de tantas expectativas y emociones que me duele hasta pensarlo. Avistar desde el cristal empañado ese poblado por esa carretera que se cerraba entre alcornoques y quejigos era muy mítico. Ante la mirada de algún buitre en una atalaya que todos los años hacía de centinela, la hojarasca, la presa, unas botas de montaña, esas que estaban de moda para no ir sin el equipamiento oportuno y ese pañuelo al cuello con mi cantimplora era lo único que necesitaba para sentir y aprender a un nivel altísimo.
La Sauceda, el Aljibe, el Pinsapar, Grazalema, Benaocaz y aquellas colonias de Chipiona marcaron nuestros destinos. Amando a la naturaleza y respetándola. No son pocas las noches que pasábamos un miedo de ese que gusta y te cala, divirtiéndonos en esas veladas preparadas con entusiasmo entre disfraces. Pruebas y recorridos solo aptos para valientes y caguetas que se hacían el duro como en mi caso.
Los CETL fueron tan relevantes en los niños que nacimos en Jerez en la ultima etapa de los 70 y principios de los 80 en mi barriada, que no seríamos los mismos sin ellos. Pero para que esto funcione hoy en día hace falta inyectarlos con dinero. Porque sin medios y solo con ilusión la tarea se antoja imposible. Son tiempos duros en lo económico pero debería ser una prioridad, porque ahora un ocio más individualista se encarga de poner a los niños en frente de una Play Station, privándoles de dar una vuelta en un grupo de treinta por la sierra hablando de coeducación.
Bululú, Burbuja, Arrabal... tantos puntos de referencia para jóvenes con ganas de aprender jugando. El estado de los que perduraron en el tiempo es más precario porque desde el Ayuntamiento los han olvidado, pero por favor no duden en creer que niños y niñas de Jerez crecerían positivamente en este formato tan interesante. Las barriadas lo necesitan, tanto o más que el servicio de limpieza. Nuestra mirada es otra gracias a todo aquello, e incluso diría que fue el comienzo hacia una visión más madura y politizada a favor del bien común. No lo duden si quieren que sus hijos aprendan a valorar y valorarse. Éramos juglares con una música que nos llevaba en el viento hacía el próximo campamento aprendiendo y entonando canciones:
“Estamos aquí, ya hemos llegado. Somos de Bululú. De lo mejor, de lo peor, siempre de buen humor”.