Venga, bueno, tal vez no haya sido para tanto. Dejémonos de historias y cuentos para no dormir y apocalipsis y jinetes protestones que ya estamos en cuaresma. Que el Carnaval no se ha desbocado, desfigurado, masificado, que no se nos ha ido de las manos, que no, y sigue nuestro con la correa de serpentina del pueblo al cuello.
Será que para mí el Carnaval, entre otras cosas, es más la copla, cuestión de tripas, conciencia de clase. Será que para mí el Carnaval de Cádiz es más la evolución como instrumento social que desenfreno y mascarada, cachondeo y el reino del todo vale en esos días que dios bendito es sordociego.
Por lo visto la calle sigue más o menos como siempre y yo me habré vuelto carajote u olvidadizo o impertinente por más viejo y ya. Y no me vengan con el sucio truco que claro que recuerdo mis diecisiete, dieciocho, diecinueve, bebiéndome ese primer sábado lo imposible, la Plaza Mina, San Francisco, riendo a gritos, disfrutando la nada de la fiesta por la fiesta con amigos, expulsando la madrugada donde podía.
Era muy joven y hacía las imbecilidades propias de las que por supuesto no me arrepiento.
Pero ya no es cuestión ni de juventud ni de la toma por esta de una o dos noches. Otros años, decías, bueno, uno o dos días de aglomeración, vale, lo aceptabas como mal menor. Sin embargo, ahora el Carnaval de Cádiz es reclamo de desfase a nivel nacional casi toda la semana. Mil autobuses de excursión express low cost al Zoo Carnaval de Cádiz. Un sanfermín de disfraces. Una feria de puertas abiertas al tres por cuatro. Una ciudad con más trolleys que guitarras.
Levantarse para trabajar cada día y recibir de primer café el bofetón de la mezcla de orina y cerveza. Asomarte al balcón de Sagasta a cualquier hora y tantísimo pureta extranjero poseído por su revivido espíritu adolescente, rebotando de acera en acera, trabándose los pies y esa lengua castellana tan bien domada.
Pero a lo mejor es exageración contrariarse. Vivir en el centro y bajar un lunes con tu niña chica y toparse a un metro de tu casapuerta con un tío regando de orín la fachada o con otra buscándose la vida para vaciarse entre dos coches. A plena luz de la tarde. Esquivar los más elegantes disfraces del chino para que no te echen la copa encima, te quemen con el cigarro y encima te echen cojones. No poder bajar a tu hija del cochecito y dejarla correr y tirar papelillos por su propia calle para que no vuelva otra vez con los bajos de su disfraz de Mirabel empapados de meados.
Cádiz en Carnaval será para ellos la nueva Las Vegas. Cádiz Las Vegas, y qué. Lo que pase en Cádiz, se quedará en Cádiz. La Venecia incivilizada, la Magaluf amurallada, aventura asequible y diversión diferente para maduros y jóvenes, la Babel apretada, condones, orgías, mucho alcohol. Por algo Baco es nuestro santo patrón. Qué pena que no hablemos más lento y con más consonantes para que se nos entienda mejor y vengan más y tengamos que construir dos y tres plantas de Cádiz para más Carnaval. Cada piso su sección, su público, su propia concepción del (no) Carnaval de Cádiz patrocinado por El Corte Inglés.
Quien me conoce sabe que fue y será mi primera y mi última música, bandera de cultura, que se me llena la boca con Carnaval. Aunque he de reconocer que esta semana haya sido de puras ganas de vómito.
Empezó el pregón del gran Sheriff para darle comienzo y para mí ya había acabado, solo que no lo sabía. Tampoco mi hija, que nos pedía calle y Carnaval sin saber que ya no era nuestro ni sería lo que nos había prometido en la Ostionada semanas antes mientras escuchábamos grupos juveniles en la calle aún posible y practicable, y que quizá no lo volvería a ser jamás. Y tal vez sea sensación mía que cuanto más vienen, menos y peor conocen nuestro Carnaval (de Cádiz). Aunque también es verdad que hay mucho autóctono que todavía no se ha enterado y al carnaval solo lo ve como mero horizonte de penitentes. O perdón, nazarenos. O a lo mejor sigo exagerando.