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Tengo la sensación de que antaño todo duraba más tiempo. También las relaciones. No sé si todo es una conspiración de quién sabe quién, o simplemente también la escala de valores caduca.

Cada curso, en algunas horas de tutoría, suelo compartir con mis alumnos algunos documentales de referencia que, en mi opinión, deben ser tenidos en cuenta. Uno de mis favoritos, es Comprar, tirar, comprar de Cosima Dannoritzer.

Se trata de una acertada producción acerca de la obsolescencia programada de muchos productos, es decir, la reducción intencionada de la vida de los mismos, para aumentar su consumo. El tema, sin duda, es inquietante.

Y lo traigo aquí, porque lo he rescatado de entre mis deuvedés, organizando el material para el inminente nuevo curso, y, además, mi lavadora agoniza lentamente desde hace días, la impresora cumplió ya su cometido, y cuatro bombillas se han fundido al mismo tiempo. Antes las bombillas duraban muchísimo…

Quizás me equivoque, pero antes hacían las cosas para que no se estropeasen. Se procuraba el trabajo bien hecho, el máximo rendimiento y la longevidad.

Mientras evoco melancólicamente la bombilla de Livermore, la más vieja y viva del mundo, dando luz ininterrumpidamente desde 1901, y voy retirando los despojos fundidos de la lámpara de la cocina, observo desde mi ventana que hay un camión de mudanzas en la acera de enfrente, aparcado en la puerta de los vecinos, una jovencísima pareja que acaba de divorciarse.

Con esta, ya son diez parejas cercanas y rotas, de las que tenemos noticia en solo un par de meses.

Y una cosa me lleva a la otra, y termino reflexionando sobre la caducidad de todo.

Tengo la sensación de que antaño todo duraba más tiempo. También las relaciones. No sé si todo es una conspiración de quién sabe quién, o simplemente también la escala de valores caduca. Lo cierto es que mi idílica percepción de las cosas me lleva a pensar que la convivencia, antes, era eterna, dentro de lo efímero de la eternidad humana, aunque también es verdad que esa eternidad también duraba menos años.

Ahora, una relación puede romperse mucho antes que una cómoda de IKEA, y eso que los muebles suecos están ideados, quizás no para romperse pronto, pero sí para ser reemplazados por otros nuevos y más atractivos del nuevo catálogo.

Termino de sustituir las bombillas, y siento las llaves en la cerradura de casa. Es él. Me reconforta su llegada.

Lo miro, me veo. Y pienso que dónde puñetas estará el código de barras de nuestra vida en común para mirar la fecha de caducidad, o algún rotulito que diga “consumir preferentemente antes de”. Pero de momento solo me viene a la mente la fecha de envasado, ya que la celebramos todos los primeros de octubre.

Quiero pensar que la obsolescencia programada de cacharros y humanos, es un invento yanki, o, a unas malas, de un pariente de la Merkel, y que nada tiene que ver con ningún dios creador con muy malas pulgas, que nos plantó un número de días concretos en algún sitio, junto a la etiqueta, en la cadena de montaje.

Tanto me inquieta la cuestión, que he descubierto el Movimiento SOP (Sin Obsolescencia Programada), que a lo mejor me uno a ellos, reciclando la lavadora, resucitando la impresora, rescatando aquellos valores que han pasado de moda, y, a lo mejor, incluso logro soportar que mi pareja no es un superhéroe de perfección, y él logra soportarme a mí, con todas mis neuras y todos mis lastres, como mínimo, otros tres años como mínimo, antes de fundirnos del todo.

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