Cuando comienza la preocupación por la naturaleza de forma más extendida, cuando se generalizan los primeros estudios y la preocupación más amplia por los cambios climáticos, en la segunda mitad del siglo XX, ya es reflejada entonces por la literatura de ciencia ficción. La ciencia ficción ya había recogido en sus especulaciones las consecuencias de los desastres ecológicos, incluso antes de que se generalizara el uso de la expresión cambio climático y se activaran todas las alertas.
Recuerdo por ejemplo ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! de Harry Harrison, escrita en 1966, que luego fue llevada al cine por Richard Fleischer en 1973 con el título Soylent Green, que en español se tituló Cuando el destino nos alcance.
En esta ficción la contaminación y el calentamiento global han provocado un desastre ecológico desertizando el planeta a escala global. En el año 2022, cuando este escenario apocalíptico nos ha conducido a un futuro distópico, la ciudad de Nueva York está habitada por más de 40 millones de personas, físicamente separadas por enormes muros y alambradas para preservar y proteger a una pequeña élite que mantiene el control político y económico, con acceso a ciertos lujos como verduras y carne. Mientras, la mayoría de la población se encuentra hacinada en calles y edificios donde malvive con agua en garrafas, y cuya única fuente de alimentación son las galletas Soylent, “teóricamente” elaboradas a base de plancton.
Permítanme una digresión. Es esta novela un buen ejemplo para discernir entre escenarios apocalípticos y sociedades distópicas que tan frecuentemente se confunden. Es recurrente el uso indebido de distopía para referirse a situaciones apocalípticas donde la sociedad se ha desmoronado y la gente lucha desesperadamente por la supervivencia. Pero distopía se refiere más bien a sociedades organizadas en las que una cúpula autoritaria, no pocas veces siniestra, impone su poder omnímodo sobre el conjunto de la población. ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! nos presenta magistralmente ambas perspectivas.
A medida que el cambio climático va percibiéndose como una amenaza para el planeta y para la sociedad humana, crecen las obras de ficción que abordan esta cuestión, explícita o implícitamente.
Por ejemplo, antes que Harry Harrison, en 1962, El mundo sumergido del escritor británico J. G. Ballard, nos había presentado otra perspectiva del desastre. Está ambientada en un futuro cercano en el que la Tierra se halla completamente inundada tras el deshielo de los casquetes polares. Un grupo de científicos y militares desarrollan tareas de investigación, de exploración y de rescate de supervivientes en los restos de las antiguas ciudades, de las que únicamente los edificios más altos emergen por encima de la superficie del agua.
Ballard fue uno de los principales exponentes de la ciencia ficción británica. Ballard escribió «El mundo sumergido» en 1962, pero luego completó una tetralogía basada en los cuatro elementos: El huracán cósmico (1963), La sequía (1964) y El mundo de cristal (1966). Todas ellas exploran la relación humana con la naturaleza, la denuncia del bíblico “dominad la tierra” y las consecuencias de un mundo que colapsa.
Algo más tarde, en 1989, el escritor australiano George Turner publicaba la muy recomendable, imprescindible, Las torres del olvido. Versa sobre una historiadora del futuro que se desarrolla en la bahía de Melbourne, la cual, debido al cambio climático, ha quedado totalmente inundada. Ello había provocado el derrumbe del sistema social y económico y la división de la sociedad en una élite que tiene acceso a todos los recursos en tanto que la mayoría social empobrecida sobrevive como puede en los muñones de los rascacielos del Melbourne inundado.
Al menos dos poderosas mujeres nos interesa destacar de aquellos primeros momentos cuando iniciaron el camino que hoy transitan tantas otras autoras.
Me refiero claro ¿cómo no? a Úrsula K. Le Guin, cuya obra está toda ella permeada de la preocupación por la relación del ser humano en la naturaleza y su papel en la misma. Por ejemplo, La rueda celeste, publicada en 1971, se desarrolla en un futuro castigado por la violencia y las catástrofes medioambientales. Pero no debemos olvidar El nombre del mundo es bosque que nos cuenta la lucha de las poblaciones originarias de un planeta (bosque) atacado por el expolio de las compañías madereras.
Por supuesto Octavia E. Butler juega un papel de primer orden en aquellos primeros pasos de lo que ahora llamamos ficción climática. En 1993 publica Parábola del dembrador a la que seguiría Parábola de los talentos. Parábolas es una obra apocalíptica. Estamos en 2024 y el mundo se desliza poco a poco a la locura y a la anarquía tras la degradación planetaria que va provocando el cambio climático. Por suerte han sido publicadas recientemente en España. Imprescindibles, no dejad de leerlas.
Pero hubo otras antes del cambio de siglo y de que las voces de las autoras se convirtieran en referente de la ficción climática en los últimos veinte años. Entre ellas y por no hacer interminable esta contribución, me gustaría destacar la entrañable novela de Jean Hegland Hacia el bosque (1996), que trata de las peripecias de dos hermanas que tras el lento colapso de la civilización (es lo que llamamos apocalipsis suave) deben aprender a sobrevivir solas en los bosques de California del Norte, sin electricidad, teléfono ni gas, alimentándose de frutas y verduras, y ocasionalmente de caza, y terminan por vivir en el tocón de una secuoya, grande como un cobertizo, donde se hallan a salvo de un mundo en descomposición. Es un canto extraordinario y lírico si se quiere a la simbiosis con la naturaleza, de la que somos una parte. No os la perdáis. La novela ha sido llevada al cine por Patricia Rozema en 2015 con el título En el bosque.
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