Sí, hoy es el Día Internacional de los Derechos Humanos. Hace justo 70 años en París en 1948, se proclamaba la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Entonces los países que acababan de conformar la ONU declaraban que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.
Acababa la humanidad de salir de los horrores de l II Guerra Mundial y “los pueblos de las Naciones Unidas reafirmaron en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres”. En suma, la Declaración Universal es el reconocimiento de la dignidad inalienable de los seres humanos: “Todos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Mucha agua caída desde entonces y muchos derechos ignorados. Cierto es que la Declaración proclama recoge un catálogo de derechos imprescindibles para la dignidad humana. Cierto es que posteriormente se han firmado Tratados y Convenciones Internacionales de obligado cumplimiento para todas las naciones. Y que ello ha permitido levantar una arquitectura internacional de protección de derechos sin parangón en la historia.
Mejor eso que nada, pero es parco consuelo, porque los derechos humanos siguen siendo masivamente ignorados en todas partes del planeta. El peligro ahora es, además, otro. Crecen en todo el mundo las opciones políticas y el sentimiento en algunos sectores sociales que ponen en cuestión abiertamente la vigencia de los derechos humanos o cuando menos de los valores que los inspiran.
En el caso de Trump, por ejemplo, Amnistía Internacional ha detallado hasta 100 amenazas que vulneran directa y abiertamente los derechos humanos. Van desde el intento de cerrar las fronteras o el portazo a los refugiados pasando por los ataques a la igualdad entre hombres y mujeres o el abandono o boicoteo de las organizaciones internacionales.
En esta misma línea de cuestionamiento abierto de la Declaración Universal que consideran obsoleta y buenista, se sitúan, desde los gobiernos, personajes de la calaña de Salvini en Italia, Orban en Hungría o Andrzej Duda en Polonia. No olvidemos a Erdogan en Turquía o al presidente filipino Rodrigo Duterte que preconiza sin pudor el asesinato como solución de la mayoría de los problemas. Y pronto Bolsonaro en Brasil.
Cuando la ultraderecha española, cuyo discurso compran los que se consideran a sí mismos “partidos del sistema”, cuestiona los derechos de las mujeres, y quiere iniciar una especie de yihad contra el feminismo, abdica directamente de los valores que inspiraron la Declaración Universal y preconiza su incumplimiento. Cuando exacerba el rechazo y el odio a las personas migrantes, no sólo pretende ignorar los artículos de la Declaración, sino que abomina del artículo primero “los seres humanos han de comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Son sólo dos ejemplos.
La minoría que ha apoyado a la ultraderecha no lo ha hecho sólo por desafección del sistema político, que seguramente también. Muchos de ellos han votado a la ultraderecha desde un rancio machismo, desde la reivindicación de la dictadura franquista, porque se consideran con más derechos que los migrantes y los rechazan, o por una rancia concepción de la España una y grande.
Son ideas que se sitúan en colisión con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. De extenderse sin duda se pondrán en cuestión los fundamentos de nuestra convivencia y de la democracia, situándonos ante el abismo de una sociedad que se degrada, excluyente e insolidaria.
En el día de los derechos humanos, 70 años después, hemos de preguntarnos si nuestra sociedad va a seguir reivindicándolos como parte consustancial de nuestra convivencia, del sistema democrático, de nuestra arquitectura constitucional. Si continuaremos considerándolos como instrumento de protección de la dignidad intrínseca del ser humano y por tanto como herramienta de emancipación.
Si queremos que así sea, creo que es necesario levantar un cordón de contención democrático frente a las ideas de la ultraderecha más extrema. Un cordón que tenga como fundamento la cultura y los valores de los derechos humanos.
Es la sociedad civil misma, movilizada, activa, comprometida, en toda su diversidad y sin excepción la que puede levantar ese cordón de derechos humanos.
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