Día grande en el Congreso de los diputados. O eso decía el cartel: quinta moción de censura de la democracia. Un acto tan extraordinario como una moción no suele ser un bolo cualquiera, pero con la ultraderecha en las instituciones todo ha perdido cierto valor. También esto. El mismo lugar que unos meses atrás era testigo de los gritos de Vox pidiendo un golpe de Estado contra el Gobierno recién elegido ha sido testigo hoy de la capitulación de la ultraderecha española, tan poco acostumbrada a esa cosa de la democracia, que se ha castigado ella solita con una estrepitosa derrota a cambio de un poquito de atención. Era cuestión de tiempo que los menores no acompañados, los manteros y los okupas dejasen de servir para fabricar portadas. A cambio de un par de fotos de Abascal en los diarios, la brava ultraderecha de golpes de Estado aparecía hoy vestida de ultraderechita de mociones perdidas. Aparecía para ponerle a Sánchez una alfombra roja con la que defender su gestión en estos meses de mandato marcados por la pandemia. La moción de censura, urgentísima según Abascal, que el pasado julio la anunciaba para después del verano –ya si eso a la vuelta de las vacaciones salvamos España-, ha resultado ser poco más que una foto que parece ideada por los asesores del presidente socialista. Por un lado, la demostración en Cortes de que no hay alternativa posible al Gobierno actual. Por otro, la escena de derecha y ultraderecha votando por separado por mucho que canten la misma sintonía. Definitivamente a Pedro Sánchez le ha tocado un sueldo Nescafé para toda la vida y se llama Vox.
En política se da un fenómeno único al que podríamos llamar el coche que se columpia en el barranco. Si te mueves, te despeñas. Si te quedas quieto, prepárate para vivir ahí eternamente. En esas está el líder del PP
Desde primera hora de la mañana hasta la una del mediodía, hora a la que subió el presidente Sánchez a hacer su réplica, la única voz que se escuchó en el Parlamento fue la del partido ultra. Primero con el diputado Garriga de telonero y luego con el protagonista del evento: Santiago Abascal. Tanto protagonismo ininterrumpido de ultraderecha en la tribuna del Congreso es algo que no veíamos desde Tejero. Hoy, los disparos de Abascal no eran contra el techo, sino contra sí mismo. Tras provocar entre los asistentes unos primeros momentos de estupor e incertidumbre al verlo llegar a la tribuna a pie y no a caballo, Abascal sacó el papel y empezó a leer un discurso de dos horas que llegó a ser soporífero a pesar de tener todos los componentes de acción de una superproducción norteamericana: complots mundiales, virus chinos, soviets acechando por la Gran Vía, héroes patrios y villanos extranjeros. En dos horas –con 10 minutos hubiera bastado– Abascal dejó claro que esto no es lo suyo. Que si lo sacas de ondear banderas el suflé baja que es una barbaridad. El líder de la ultraderecha española preparó un discurso con pretensiones estadistas que se quedó en pastiche fascistoide. Ni entre los suyos, que aplaudían sus intervenciones con el entusiasmo con que se aplaude por decimoquinta vez al abuelo hablando de la guerra, triunfó el discurso.
Tras Abascal, Pedro Sánchez. El presidente del Gobierno llegó a la tribuna con cierto aire de suficiencia. Excesivo quizá, pero entendible teniendo en cuenta que lo último que habían visto los espectadores desde casa era a Santiago Abascal hablando. Un discurso de Estado el de Sánchez que comenzó con el balance de su gestión de Gobierno y que acabó centrado –gustándose casi– en el candidato a presidente por un día, el líder de Vox. Pedro Sánchez se cebaba y no era para menos porque lo que tenía delante era un caramelo demasiado jugoso para un político: el foco, la atención y el rótulo que dice presidente del Gobierno para desmontar un discurso, el del candidato Abascal, que hubiera sido desmontado con éxito asegurado por cualquier niño de doce años. La mirada baja del ultraderechista y protagonista de la jornada, evitando constantemente el tiro de cámara mientras Pedro Sánchez analizaba su intervención, es un buen resumen de la jornada. Manolete, si no sabes torear, pa qué te metes, sería otro resumen alternativo. Si lo de hoy hubiese sido –no lo era– un duelo entre Pedro Sánchez y el líder de Vox, no podría decirse que el vencedor del debate ha sido el actual presidente del Gobierno, porque enfrente estaba Abascal y eso no computa como competición.
Tras Abascal, Pedro Sánchez. El presidente del Gobierno llegó a la tribuna con cierto aire de suficiencia. Excesivo quizá, pero entendible teniendo en cuenta que lo último que habían visto los espectadores desde casa era a Santiago Abascal hablando
El protagonista del día no era Pedro Sánchez, lejos del susto que una moción de censura debería traer consigo, ni tampoco Abascal, cuyo mérito consiste hoy en haber ido en julio al registro del Congreso y alquilar a su nombre el local para el bolo de hoy. El protagonista de hoy era, sin duda, un Pablo Casado que se ha visto inmerso en la peor fiesta de la democracia a la que le han invitado. Y mira que las ha tenido malas. Sobre él estaban hoy los focos. Unos focos que ha intentado desviar sin mucho éxito –desde el PP han llegado a llamar tomadura de pelo o espectáculo circense a la moción presentada por Vox– porque la chicha de la jornada era saber cómo tenía hoy la barba el líder popular. Si de centro, de derechas simple o de derecha extrema. La chicha era ver con qué escorzo se libraba de apoyar una moción de censura contra –recordemos– el peor presidente, el golpista, el felón, el peligro público. Cualquiera que haya sido invitado a un cumpleaños o una boda a la que no quería ir sabe lo que hoy ha sufrido este hombre. Cualquiera que viera su cara durante las intervenciones de Abascal y Sánchez, ambos citándolo continuamente, también.
En política se da cada cierto tiempo un fenómeno único al que podríamos llamar el coche que se columpia en el barranco. Si te mueves, te despeñas. Si te quedas quieto, prepárate para vivir ahí eternamente porque el barranco no va a cambiar. En esas está Pablo Casado desde que llegó a la presidencia del PP y decidió que para convivir con la ultraderecha lo mejor era imitarla, seguirle los pasos. Una situación que hoy le daba la cara de la forma más cruel posible. Haciéndole decidir, delante de todo el país y en directo televisado, si le daba alas a un Vox del que depende o si, por el contrario, lo cabreaba. A veces, así es la política y lo que la rodea, nos centramos en morbos absurdos. Como si el voto del PP de hoy importase algo. Como si no fuera ya demasiado tarde para que Casado buscase su única salida posible: aislar a la extrema derecha y apostar por una derecha democrática que liderar. Como si por ponerle un par de ruedas, la abuela se fuese a convertir en una moto. Desmárquese de la ultraderecha y haga del PP un partido responsable, le decía Pedro Sánchez desde la tribuna en una de sus intervenciones. Casado sonreía. No se esconda y enfréntese con nosotros a este Gobierno de golpistas y terroristas, le decía Abascal. Casado también sonreía. Sonreír por no llorar. A veces es la única opción. Se lo digo yo, que he estado en cumpleaños y bodas que no creerían.