En el programa de uno de los partidos que se han presentado en las últimas elecciones andaluzas se postulaba que el tiempo de trabajo de los animales no superase las ocho horas diarias y se demandaba, además, que dispusieran de intervalos de descanso en ese periodo. Cuando me enteré, pensé que era una broma para descalificar al adversario, pero mi perplejidad se disparó cuando comprobé que efectivamente era cierto.
Por supuesto, esas siglas políticas bajaron tanto en número de votos como en escaños. No hay nada peor para un político que no ofrecer soluciones prácticas a los problemas reales de los ciudadanos y formular preocupaciones que no existen en el imaginario de los votantes. Con esa propuesta se retrataban sus proponentes. Cuando hay personas que trabajan como bestias y realizan muchas más de 8 horas al día, resulta un despropósito que se quiera tratar mejor a los animales que a las personas.
Es cierto que la mayoría del campo en España está mecanizado y la utilización de bestias es escasa, pero el que ha convivido y trabajado mano con mano con ellas se debió sentir ofendido por esa mayor consideración hacia los animales que hacia los obreros agrícolas, máxime cuando muchas veces estos trabajan de sol a sol sin reposo ni respiro. El trabajo agrario es uno de los más duros que existen y suena a chiste que burros, caballos, mulos o bueyes puedan tener más derechos que los peones. Todo esto resulta surrealista y saca de la realidad a los que plantean tan absurdas cuestiones, que parecen que viven en otro mundo. Gracias a Dios los burros no pueden votan.
Otro de los mensajes llamativos que dejan las recientes elecciones andaluzas es la inutilidad del CIS. La incompetencia de sus dirigentes, nombrados a dedo por el Gobierno, es manifiesta. Por ello, no tiene sentido gastarse mensualmente un dineral para que los pronósticos sean tan lejanos con lo que realmente sucede. Peor sería, si cabe, si estos sondeos fueran solo un instrumento del poder para manipular a las masas, porque demostraría, aparte de maldad y estafa ciudadana, una suprema ineptitud. Como mínimo deben de dimitir estos altos ejecutivos responsables del fiasco, porque para nada demuestran que sean unos verdaderos profesionales. Si presumían de ser unos gurús de las encuestas, la evidencia ha dejado patente lo contrario. En cambio, el trabajo de investigación de la empresa demoscópica GAD3 para ABC, en la que no se empleó dinero público, se aproximó bastante a los resultados.
Otra sacudida que se ha producido en estos comicios es la irrupción en el Parlamento Andaluz de un partido considerado de extrema derecha o populista de derecha. Los analistas o politólogos que han considerado esto como una sorpresa no han sabido leer la realidad que se venía observando en otros países europeos. En mi artículo El peligro de los guetos, publicado en este medio, ponía como ejemplo lo que estaba ocurriendo en Malmö (Suecia), con más de una tercera parte de inmigrantes extranjeros, y advertía que la falta de soluciones a la inmigración era lo que alimentaba a los partidos denominados por un sector político como xenófobos.
La consecuencia de una inmigración masiva en Suecia fue el auge del un partido de extrema derecha allí y la caída de los votos de izquierda en sus mismos caladeros. Por eso no me extraña que El Ejido, con más de un 30% de inmigración, sea la localidad donde proporcionalmente haya conseguido más votos esta formación. La incapacidad del Gobierno de canalizar el flujo de inmigrantes y asimilarnos socialmente está soliviantando a parte de la población autóctona que se siente discriminada o amenazada. Por si fuera poco, los planteamientos feministas maximalistas que se han implementado legalmente, cuando la sociedad española no estaba preparada para digerirlos de golpe, han provocado una reacción contraria y estimulado a sus muchos detractores a ejercer un voto de castigo contra esas medidas.
Si a este cóctel le unimos la amenaza de una subida masiva de impuestos, la corrupción política y su clientelismo, el despilfarro, las promesas incumplidas, entre otros, de los que llamaban a los demás casta sin mirarse a sí mismos, y el desafío separatista, no sé por qué la gente se extraña de estos nuevos invitados a la escena política. Los culpables de este Estado de cosas son los que han inflado este suflé, no los electores. En otras palabras, los votantes han manifestado democráticamente su rechazo a la actual situación política y no están dispuestos a que todo siga como está.
Porque no nos gusten los resultados, ¿tenemos que salir a la calle a voz en grito, insultando a nuestros contrarios y ejerciendo la violencia para intentar deslegitimar lo sucedido o amedrentar a los que han ejercido su derecho al voto? ¿No actuaban así los fascistas y los que no creían en la democracia? ¿No es un contrasentido decir que uno es antifascista y actuar como si fuera un fascista? ¿No se provoca, así, un efecto rechazo contra los que obran de ese modo, sin respetar la democracia?