Pedro vivía soltero ya que, por su fealdad, todas las mujeres que pretendía le habían rechazado. No obstante, desde el naufragio estaba obsesionado con las sirenas y solo tenía una idea en la cabeza: cazar una y convivir con ella. Para esa contingencia, había preparado su modesta casa en el barrio de pescadores y había instalado en su pequeño patio trasero un voluminoso acuario de una altura de 2 metros y medio, con gruesos cristales acrílicos transparentes.
Como buen conocedor de la pesca sabía que para obtener su trofeo tendría que conseguir una buena carnaza. Por esa razón, hizo una lista de memoria con todos los hombres del pueblo que conocía de entre 16 a 25 años y seleccionó al que le parecía más atractivo y bello: Jaime, el hijo de la boticaria, un chaval fornido de 18 años, de facciones redondeadas, ojos azules y rizados cabellos rubios, que tenía aspecto de extranjero, muy popular y cotizado entre las chicas de su edad.
Una mañana soleada Pedro se hizo el encontradizo y exhibió al elegido una moneda antigua de plata que había comprado en un anticuario de la capital, ocultando su verdadera procedencia. Le prometió, si le acompañaba en su barca, que le iba a enseñar el lugar secreto donde la había encontrado. Según él, coincidía con la ubicación de los restos de un galeón hundido. La única condición que estableció es que no dijese nada a nadie. Sin mediar palabra, ambos se dieron la mano en señal del acuerdo.
Quedaron a la mañana siguiente, justo al amanecer. Pedro subió a la embarcación unas bebidas y unos bocadillos, junto con un par de bidones de gasoil, unas redes y un arpón. Tras poner en marcha el motor, consultó en una carta náutica el lugar preciso donde había naufragado hacía cinco años y al cabo de dos horas y media estaban allí.
El perfil de la costa no se divisaba. En el trayecto avistaron delfines, orcas y ballenas. Pedro paró los motores en un aplacerado, sobre un banco de arena, y echó el ancla plegable de fondeo. Unos segundos después sacó una canasta y una nevera portátil y se prepararon para comer y beber. El marinero descorchó una botella de vino blanco afrutado y, mientras le prestaba al chaval unos prismáticos para que viera los cetáceos más de cerca, con disimulo, rellenó la copa de su acompañante con medio frasco de un fuerte somnífero. A los cinco minutos ya estaba totalmente hipnótico.
Tras pellizcarle y comprobar que Jaime no reaccionaba, lo ató a una cuerda e hizo rodar su cuerpo por cubierta para, después, lanzarlo de pie por la borda sobre los bajos arenosos, asegurándose que no le llegaba el agua al cuello y podía respirar. Durante más de una hora esperó en cubierta sentado, hojeando un libro de técnicas modernas de pesca con anzuelo. Cuando ya creía que no conseguiría nada, empezó a oír un murmullo melodioso que se iba acercando.
Por fin, unos minutos más tarde, una mancha del tamaño humano se movía zigzagueante bajo el agua en dirección a Jaime. Al instante, una sirena emergió entre la espuma e intentó atrapar al joven. Pedro, que estaba a la expectativa, soltó la red. El aleteo de la cola de la nereida era tan fuerte que los nudos no resistieron. Ante el temor de que se liberara del todo, Pedro soltó el arpón y las aguas se tiñeron de rojo. El curtido marino estaba seguro que su disparo había acertado y que le había atravesado la cola, pero, cuando se aclaró el océano, la ondina había desparecido junto con el cuerpo de Jaime.