Los charcos urbanos son indicadores socioeconómicos. Su número, tamaño y duración son inversamente proporcionales a la renta media del lugar. Por eso, difícilmente los veremos en los barrios más ricos; mientras que abundan, son grandes y persistentes, durante los meses de lluvia, en los barrios rurales y en los distritos más humildes de cada ciudad. Los charcos generan micro-ecosistemas efímeros llenos de vida, pero también son foco de insalubridad. Y guardan tenazmente la memoria de injusticias sociales y de viejas prácticas urbanísticas. En el espejo de los charcos se reflejan las carencias, los sueños frustrados y los deseos reprimidos de los lugareños.
Recuerdo que en el barrio donde me crié, en el Jerez de los años 60 y principios de los 70, se formaban grandes charcos y lodazales que tardaban mucho tiempo en desaparecer. Entonces los niños jugábamos a pisotearlos y a clavar objetos punzantes en los bordes fangosos, por mero placer, sin pensar que en aquellos gestos infantiles pudiera haber algo de inconformismo o, tal vez, de subversión. Actualmente hay mucho menos charcos en muestra ciudad que en aquellos tiempos, es cierto, pero todavía los hay y su función sigue siendo exactamente la misma. Vale la pena pararse junto a un charco y sentarse a observar. La realidad se ofrecerá libremente a ti para que la desenmascares, sin opción, como diría Kafka.