Cada vez que traspasamos el umbral del cero y algo comienza, nos hallamos en un escenario abierto, donde por un fugaz segundo todo es posible.
Cuando los Europe decidieron ponerle banda sonora al final de la cuenta atrás, seguramente no eran conscientes de la relevancia que alcanzaría su tema estrella. El éxito es así. Nunca se sabe muy bien qué lo hará llegar o en qué momento podrá desvanecerse. El caso es que el single se convirtió en todo un himno coreado por millones de personas y la atemporalidad de sus acordes pegadizos resuena aún en la mente de cualquier hijo de vecino. Más allá de una música efectista y de la grandilocuencia propia del celuloide de los ochenta, la canción triunfó —y lo sigue haciendo— por una cuestión numérica. La cuenta atrás impulsa el ahora o nunca característico de un fin de ciclo, del comienzo de algo grande, del espejismo de un cambio fulgurante. Así somos. Nos entusiasma tanto la catarsis que estamos como locos por encontrarla; aunque sea en un cambio de cifra de nuestra edad, en el cierre de un año y hasta en el ocaso de una puesta de sol. Con el amanecer siguiente, todo puede mutar. Cuestión de números y de fe.
Hoy llega una de esas catarsis numéricas a este lado de la tecla. Esta que lee, mi buen amigo, es la que colma el centenar de columnas bajo la modesta autoría de quien le habla. Han sido tantas las historias y momentos compartidos a través de esta tinta cibernética que se me antoja imposible rescatarlas al completo en mi memoria. Resulta curioso cómo llegamos a creer que tras el cien ocurre algo mágico, aunque solo sea porque el marcador vuelve a poner a cero algunos casilleros. El cien y su halo circular —tan perfecto como siniestro— nos completan, nos cuestionan, nos ofrecen la oportunidad de empezar de nuevo y enmendar errores; los errores cometidos en la centena pasada recién muerta, todavía caliente y deseosa de pleitesía.
Como en el código binario, todo es cuestión de ceros y unos. Cada vez que traspasamos el umbral del cero y algo comienza —por más sencilla y ordinaria que sea una operación—, nos hallamos en un escenario abierto, donde por un fugaz segundo todo es posible. Y es así hasta que llega el uno. Ese único elemento, esa cifra solitaria, puede dar al traste con el infinito de opciones que en teoría se abren paso. Los seres humanos nos sentimos demasiado especiales como para creer que al 2000 le seguirá el triste 2001 sin más y que al 100 le sucederá un corriente y moliente 101. Nosotros queremos más. Mucho más. Al traspasar la centena, algo grande debe ocurrir. ¿Alineación astral, tal vez? ¿Destellos inauditos en el cielo? ¿Una lluvia de estrellas fugaces sin parangón? Algún episodio extraordinario y llamativo que conmemore la proeza numérica, y en el que la magia consista en no saber muy bien qué se celebra más: si el haber llegado a esa cifra redonda o el dejarla por fin atrás, incinerando con ella las torpezas del ayer.
Mañana veremos qué sucede al cien. En este discurrir periodístico en el que el hoy dura siete veces, la cadencia natural impide que lo descubramos antes de una semana. No obstante, me atrevo a aventurar una respuesta. Tras la cien, en este caso, vendrá la cien más una, doliente de errar de nuevo sin pretenderlo y necesitada de la complicidad lectora; entendiendo que el éxito, ese que como la primavera viene sin que sepa nadie cómo, se traduce en encontrarlo a usted, querido compañero de viaje, al otro lado de la pantalla. Números somos. Sumemos juntos.