Caspar David Friedrich.  'Sunset (Brothers)'.
Caspar David Friedrich. 'Sunset (Brothers)'.

“Cuando no sabe de lo que habla, el hombre de bien prefiere callarse."  (Analectas, XIII, 3; Confucio)

“El silencio profundo es indicio de voluntades inmutables.”   (Honoré de Balzac, Beatriz, La Comedia humana)

Era un hombre corriente, una persona cualquiera: Él o ella. Su apodo podría ser “nadie”. No era reconocido ni famoso fuera de su círculo familiar, de su mundo cercano. Vivía de su trabajo. Solo poseía la voluntad de un hombre común: ni héroe, ni antihéroe; y, sin embargo, era una persona valiosa.

En su cabeza, que bullía sin cesar, recreaba un paisaje de vidas infinitas; vidas que trascendían la realidad. Tenía una conciencia inquieta, rumorosa; a veces, pocas veces, atormentada. Era solo un hombre; un hombre solo: consigo mismo, solo consigo mismo, sin máscaras.

Pasaba por la vida sigiloso, haciendo silencio. No gustaba de ideas inflexibles ni dogmáticas; ni de pensar mucho; tenía únicamente unas poquitas ideas, que unía a una gran curiosidad para observar el fluir de la vida: los instantes, los detalles, los micro-mundos que relacionaba con la totalidad de la vida. Sin embargo, era rico de sentimientos que, en ocasiones, entrechocaban; otras veces se espantaba de la agitada vida social.

Sobre las seis de la tarde tomaba un café en un acogedor bar al lado de su casa. Allí conversaba con los amigos y conocidos sentados en círculo, prestando mucha atención a lo que oía. A veces escuchaba versiones diferentes sobre un mismo asunto y prefería callar, quedarse mudo; estaba nutriéndose. Meditaba sobre lo que decían.

Sin embargo, su silencio no molestaba a nadie, porque los respetaba, porque no juzgaba. Le encantaba detectar y deshacer prejuicios: argumentos falsos, infundados. De manera sencilla, sin verborreas, al modo de las personas juiciosas.

Disfrutaba con personas de diálogo lento y ameno sobre la vida, sobre “el buen vivir”. En sus conversaciones no se guiaba por argumentos racionales, sino más bien intuitivos, emocionales, empáticos. Con todos igual, sin prestar atención a su posición social: con una sonrisa en la cara, con una mirada clara y expresiva a los ojos, con palabras amables, medidas, que rozaban como una caricia, inclinando levemente su cuerpo para expresar cercanía y ternura.

Era de “decir corto”, escaso de palabras. A veces parecía que su lengua se la había comido el gato. Por eso, un amigo íntimo que apreciaba sus silencios le decía con frecuencia: “Hombre palabrero, no es verdadero”. Su presencia era modesta, mineral; podría decirse que simplemente estaba ahí, ni más ni menos. Sin embargo, poseía una dulcedumbre que dejaba una impronta cálida, un destello entrañable. Y resultaba atractivo, magnético.

Sobre las diez de la noche, después de cenar con su pareja y sus hijos se entretuvo un rato pasando imágenes del móvil, pero se aburrió pronto. Salió a la terraza y regó el jazmín y la dama de noche. Se tumbó en la hamaca mientras escuchaba Serenade de Schubert. Una lagartija reptaba por la pared encalada.

Sus ojos se enfrentaron a un cielo azul oscuro que se esparcía en todas direcciones: inmenso, misterioso y puro; envoltura cálida, placenta desde los orígenes del tiempo. Con la boca abierta, sorprendido. Porque oír en el silencio de la noche estrellada nos permite ver en la oscuridad. La naturaleza viva supera en todo a cualquier imagen tecnológica. Y nos retrata, vaya si nos retrata: somos tan poca cosa frente a la profundidad del cielo; o ante la belleza, agitada o tranquila, del mar; o en la alta montaña cuando se abre un paisaje inabarcable; ¡solo equivocadamente creemos tener el mundo a nuestros pies! ¡qué soberbia la de los seres humanos! Se iban diluyendo sus malestares, sus contradicciones, que ahora le parecían poco importantes; se armonizaba lo de fuera y lo de dentro. Se sintió conmovido y alegre, dejando transcurrir el tiempo: Su alma en calma estremecida.

El mundo le parecía grande, extenso, inabordable; por eso prefería ir recortando su ámbito, su espacio de movimiento; y tanto lo disminuía que lograba a veces reducirlo a su corazón; es donde veía claro, donde descubría algo de verdad, donde se sentía seguro. En el silencio encontraba la vía para su yo íntimo: sentimientos propios, ideas libres, gustos personales.

Se alejaba lentamente de su alma todo el fragor mundano, todo pensamiento vano, toda fantasía estéril; y recorría desordenadamente, sin palabras, las huellas de su vida; sentía que su cuerpo y su mundo interior se unificaban; que no estaba en el vacío sino en la plenitud; que de alguna manera recuperaba la inocencia primera.

Se hacía preguntas tratando de comprender al mundo, en busca de un sentido de la vida. Casi siempre eran preguntas sin respuesta; se le escapaban. Pero seguía indagando: sobre la soledad, la nada, el vacío, la muerte… No tenía un lenguaje trazado, protector, para enfrentarse con lo espiritual, con lo subjetivo. Era agnóstico; huía del lenguaje desgastado de las creencias religiosas y también de los fanatismos políticos; no hace falta ninguna autoridad religiosa o política para preservar la autonomía y la dignidad de los hombres. Recordaba un proverbio sioux que decía que la religión es para quienes tienen miedo de ir al infierno, mientras que la espiritualidad es para quienes ya han estado en él. Y así, su espiritualidad laica la alimentaba exclusivamente de su mundo interior, de su propia conciencia personal, mediante la reflexión vital, las lecturas, las experiencias artísticas. Solo en su “ética del silencio” encontraba algún sentido, desparramado entre las palabras.

Y también porque a algunos hombres, a algunas mujeres, los había visto levantarse hastiados, hundidos, desde sus propias ruinas; desde su vida limitada: prisioneros, constreñidos; y, sin embargo, retomar el rumbo de una moral de la resistencia; engrandecerse, adquirir proporciones colosales; y entonces pensaba que la capacidad de crecimiento de cada hombre es inagotable.

Sobrevivió dignamente con una sabia decisión: proteger a los suyos, a todos los hombres corrientes, en el navegar de la vida, en ocasiones frente al mundo.

 

“Andaban… se detenían,

hablaban, se interrumpían, y durante los silencios,

las bocas calladas, sus almas cuchicheaban”.

(Víctor Hugo, Les Contemplations, “Bajo los árboles”).

"Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,

Ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros,

Lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso,

De mí murmuran y exclaman:

- Ahí va la loca soñando."

(Rosalía de Castro)

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Comentarios (1)

Francisco Hace 2 años
Muy bien José María Tello.
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