"Y así, en un ratito de cortar, copiar y pegar habrán elaborado lo que estarán convencidos es un trabajo de investigación personal merecedor de una buena calificación".
Los nativos digitales han crecido ante pantallas plagadas de iconos cuyo diseño es altamente intuitivo y, sin embargo, en lo que atañe a la edición de textos en la interacción adolescente-interfaz, hay tres comandos que suelen encontrarse al borde del colapso de tanto ser tecleados: Ctrl+X, Ctrl+C, Ctrl+V, o si lo prefieren así: cortar, copiar, pegar. Y es que los chicos no componen textos, los editan a partir, no de la maraña informativa que circula en red, no. Los editan a partir de las primeras entradas que les ofrece San Google (o Nuevo Oráculo para los lectores que prefieran el paganismo) a modo de respuesta en su búsqueda informativa. Y así, en un ratito de cortar, copiar y pegar habrán elaborado lo que estarán convencidos es un trabajo de investigación personal merecedor de una buena calificación. Con un poco de suerte, mirarán algunas entradas más de las ofrecidas como respuesta preferente en el buscador, o adornarán con un nuevo formato el texto, acción esta que facilita mucho la apropiación inconsciente del trabajo ajeno, en una especie de corta, pega y, ahora también, colorea.
Así, cuando los profesores, imbuidos del espíritu de innovación pedagógica, les proponemos un trabajo colaborativo de investigación (dejaré el tema de la colaboración para otro artículo y me centraré ahora en la investigación), nos hacemos cruces ante lo que se asemeja a leguas con una especie de pseudofrankenstein resultado de coser como cuerpo único fragmentos de cadáveres recabados del cementerio virtual que Internet nos ofrece. Como si hacernos cruces, escandalizarnos, obligarlos a entregar el trabajo manuscrito (sutil forma de tortura disfrazada de supuesto remedio, como si copiar con pluma de ganso fuera menos copiar) y, sobre todo, como si indignarnos ante el resultado nos eximiera de responsabilidad. «Cómo expresar mis emociones ante aquella catástrofe...» afirmaba Victor Frankenstein en la novela de Mary Shelley, responsable absoluto de su criatura. De igual modo, el resultado catastrófico de tan impulsivos escarceos pedagógicos es todo nuestro porque si queremos que investiguen deberemos enseñarles a hacerlo adecuadamente, sobre todo si esperamos originalidad y creación.
Sí, es lamentable. Pero, apartemos la indignación y seamos sinceros, todos, no sólo los docentes. Esos tres comandos que los nativos TIC’s controlan tan sumamente bien, equivalen a nuestros tres iconos favoritos: Iconos de los que todo inmigrante digital ha sufrido de empacho al trabajar con textos. Que se lo digan, si no, a cierta locutora durante mucho tiempo líder del prime time mañanero cuyo libro, confundida con tanto icono, acabó por dejarle mal sabor de boca (Sabor a hiel, 2000). Que se lo digan a los responsables del mayor grupo editorial del país, que laureó a un ya laureado premio Nobel que no necesitaba de más premios, pero debía sufrir de urgencias pecuniarias, en un triste espectáculo, pantomima de crucifixión (La Cruz de San Andrés, 1994). Ahora que lo pienso, la editorial es la misma, vaya, ¡curiosa coincidencia! Que se lo digan a un Magnífico Señor Rector de una universidad de cuyo nombre no quiero acordarme, contumaz plagiador, que ha necesitado algo más que demostración de la falta y agua caliente para despegarse de su sillón.
Luego el “recorta, pinta y pega” no es un problema generacional, sino más bien podríamos decir que nacional. Un problema que ha desbordado los límites de lo puramente educativo para convertirse por anegación en una seña de identidad que contribuye al monstruoso constructo cultural tan nuestro de la picaresca.
Ojalá alguno de nuestros plagiarios tuviera la altura moral de Annette Schavan, reconocida ministra alemana de Educación, que renunció a su cargo a principios de 2013, tras serle anulado el título de doctora (obtenido en 1980) por copia sistemática y premeditada. Ya antes, en marzo de 2011, aun contrariado se había visto obligado a dar ejemplo el que fuera ministro de Defensa, Karl Theodor zu Guttenberg (irónico apellido), por el mismo motivo. ¿Imaginan a un político español dimitiendo por una falta cometida más de tres décadas atrás? Eso significaría que los españoles entendemos que el cargo no es compatible con el delito por inocuo que este se nos antoje, y a pesar de que la culpa pueda ser rebatida ante los órganos judiciales competentes.
No me nieguen que es difícil suspender por utilizar Ctrl+V a adolescentes en un país que quasi ha naturalizado premiar al que copia.
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