Iglesia es una palabra polisémica que designa, al menos, tres cosas a la vez: una institución compleja con Estado propio; una comunidad de creyentes cristianos; y el lugar donde practican su confesión. Estas acepciones generan la confusión interesada de hacer creer que las Iglesias son edificios que pertenecen a la Iglesia comunidad y, por tanto, a la Iglesia jerarquía. Cuando no es así. Las Iglesias, como cualquier otro edificio, pueden ser públicas o privadas. Y la jerarquía católica, como cualquier otro sujeto de derecho, puede ser titular de Iglesias o de otros edificios.
La trampa de la palabra se convierte en perversión democrática cuando la jerarquía católica se apropia de las Iglesias y de hasta 30.000 bienes de toda índole acreditados desde 1998 (podrían ser más del doble desde 1978), sin aportar título de propiedad y sin declarar ni tributar por los ingresos que generan, con la pasividad cómplice de las administraciones públicas. ¿Sabemos a cuánto asciende esta descapitalización de lo público y cuánto debemos de pagar de más por lo que no pagan al Estado? ¿Por qué el gobierno de Pedro Sánchez no publica la lista de bienes que pidió el propio el PSOE y que guarda en el cajón desde hace más de un año?
No merece llamarse democracia el sistema político que no democratiza su sistema económico. Que no socializa toda su riqueza mediante una fiscalidad universal y progresiva. Que ampara exenciones injustas y paraísos fiscales dentro de su propio Estado. Todos somos ciudadanos porque todos estamos sujetos al deber de declarar y tributar, pagando más quien más tenga. Ése fue el grito de los revolucionarios norteamericanos contra los colonizadores británicos: “No taxation without representation”. Y por la misma razón murió el feudalismo en Francia, arrastrando su caída a media Europa, cuando las asambleas populares votaron la abolición de los privilegios de la nobleza y el clero. Desgraciadamente, esta revolución siempre fue abortada en España por quienes nos mantienen anclados en la eterna Edad Media de su escudo: la cruz y la corona. En pleno siglo XXI, Iglesia y Estado siguen siendo dos hermanas siamesas cosidas por el bolsillo.
No obedece a la casualidad que Aznar aprobara en 1998 dos reformas para desmantelar el patrimonio público
No obedece a la casualidad que Aznar aprobara en 1998 dos reformas para desmantelar el patrimonio público: una, de la ley de suelo en favor de bancos y promotores; otra, del reglamento hipotecario a favor de la jerarquía católica. De la primera conocemos las consecuencias y los culpables. De la segunda, no nos dejan saber. La coartada fue abrir las puertas del Registro a los templos de culto, hasta entonces considerados públicos como las calles o las plazas. Al carecer en la mayoría de los casos de títulos de propiedad, la jerarquía católica se sirvió para inscribirlos de dos normas franquistas e inconstitucionales que la equiparaban con una administración pública y a sus obispos con notarios. De esta forma, sin papeles ni rendir cuentas a nadie, la jerarquía católica comenzó a inmatricular bienes religiosos en buen estado de conservación o recién restaurados con el dinero de todos.
Después se apropió de los que pertenecían a sus propias órdenes o hermandades. Y por último, con evidente abuso de derecho, de patrimonios mundiales, no religiosos o que jamás habían poseído: desde la Mezquita de Córdoba o la Giralda de Sevilla, hasta plazas públicas y locales comerciales, pasando por solares, viviendas, cocheras, quioscos… y cualquier finca que no estuviera a nombre de nadie. Todo menos las iglesias en ruinas, todavía públicas. Y sin declarar ni pagar impuestos por ellos, ni por los ingresos que generan: sólo la Mezquita de Córdoba, más 15 de millones de euros al año.
Nadie conoce la magnitud del escándalo y las secuelas que producirá en el futuro este empoderamiento sin precedentes de la jerarquía católica. El gobierno se niega a facilitar la lista de los miles de bienes usurpados, consciente de la crisis de Estado que le supondría abrir la caja de Pandora. La presión de las plataformas consiguió que el Partido Popular derogase el privilegio, pero sin efectos retroactivos. Las miles de inmatriculaciones siguen siendo tan inconstitucionales como antes. El Tribunal Europeo de los Derechos Humanos ha condenado al Estado por permitirlo. Pero no hay fuerza política que esté a la altura de la Historia y se atreva a impugnarlas, dada la indefensión en las que nos deja a la ciudadanía.
No se trata de un debate religioso, sino patrimonial y de defensa de lo público. Mientras la crisis sirve de coartada para despedir a médicos y maestros, la jerarquía católica abre hospitales, colegios y universidades, en muchos casos, sobre el suelo que ha inmatriculado y por el que no tributa. Nadie cuestiona su labor asistencial, pero la garantía del Estado social no se encuentra en la caridad porque no es un derecho ni se invoca en tribunales. Como decía Eduardo Galeano, “la caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo”. Simplemente queremos que la jerarquía católica (que no es la Iglesia) nos devuelva lo que es nuestro y pague por lo que pueda demostrar que es suyo.