Cuentos de fuego: el gran Aníbal

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Soy tan viejo que no recuerdo cuándo carajos nací. Me cuentan desde lejos que antes salió el puro de la boca. Que salí fumando y a la comadrona le dio un ataque de humo. Que eso era extraño y en la comuna la tradición señalaba que parto de humo era signo de buen agüero. Que dar a humo en vez de dar a luz le otorgaría al recién nacido buen lustre para sus futuros hijos. Una buena corriente de sangre para sus dotes como macho de la comarca. Pues debían estar todos tan absortos en el hecho de esperarme, que nadie se cuenta de dónde vino el humo. Unos que del propio vientre de mi madre. Otros que de la misma atmósfera taciturna de la cocina donde me alumbraron. O me alumbraron o me fumaron. Otros que la Machetera debió mandar quemar unas matas de caña detrás del patio, pero nadie la vio venir y quedarse.

El caso es que nací con el humo y, por ende, presagiaron que me iría bien con las mujeres. Eso me quedó bien claro cuando mi madre me lo repitió una y otra vez, mientras padre trabajaba en el campo y escupía contra el suelo en señal de desaprobación contra el amo de la hacienda. Un verdadero cojudo. “Con todas las de la ley, Anibalito”, me decía también de vuelta del ingenio, por las cabronadas que el amo cometía con toda la congregación de servidores, que más parecían un rebaño de ovejas mansas.

Pero cuentan las malas lenguas que mi padre tomó tamaña y fina venganza de las palabrerías del amo y, sin que madre lo supiera, en una tarde de agosto, cuando el sol venteaba sus últimos rayos entre las matas, mi padre, todo guapo, todo apuesto, todo galán, todo gavilán, se paseó con su blanca guayabera y pecho descubierto por las dependencias de la casona, buscando a su amo, pero como no estaba, en la ausencia del buey no hay vacas que cuidar, así se plantó delante de la señora Dolores, la fiel esposa y por otro lado, descuidada por el amo. Y como la Dolores andaba a falta de bofetadas de viento y de manos que arrearan sus muslos todavía firmes, padre no se anduvo por las ramas y la llevó al cuarto de grano, y allí le enseñó las tres reglas del espíritu según él, a saber: firmeza, contundencia y calibre.

Eso decía mi padre. Consecuencias inevitables del humo en que había nacido y que era ya común tradición en los primogénitos. Madre también se lo olía y en vez de resignarse, se coaligó con padre y fue la que más fuegos apagó, bien querida y bien amada, en tiempos donde estas cuestiones del ayer hubieran sido el machismo impenetrable de los periódicos de hoy, donde me siento a cavilar, en mi dulce silla, con un libro de José Martí y una fusta para agitar las moscas como si fueran los caballos del aire.

Si nací con humo es evidente que lo del cigarro vino después. De tanto verle a padre. La casa parecía el túnel de un ferrocarril de esos negros que vienen de Manzanillo o atronan la meseta con su silbato grave. Y qué olor dejaba. Oscuro. Penetrante. Nada que ver con los cirios de la iglesia. Nos dejaba a todos un debate profundo. Por qué padre fumaba. Y mi madre decía que era para que se le fueran algunas de sus benditas energías de jergón y manta, porque era tan macho que por algún lado se le iban a quemar las ganas, porque ella era caliente como una granada, pero padre era demasiado macho para tanta liebre.

Menos mal que madre era la que más amaba. Y ahí nos fuimos criando, entre gallinas, potros y lechugales. Fui el primogénito, según contaban. El único que nació entre raudales. Después fueron todo lindas niñas. Una tras de otra. Padre desesperado porque creía que era una venganza de diosito que andaba impenetrablemente celoso con tanto vástago y tamaña hombría. Así hasta diez. Y madre feliz con tanta tierna hija a su lado, hasta que padre se acostumbró y fue el que las quiso tanto, bien cuidado las tuvo y no permitió que cabrón alguno las tocara. Ni siquiera el dueño de la hacienda, cuando hubo muerto en extrañas circunstancias.

Cuentan que el dueño había muerto de unas malogradas fiebres. Añaden las malas lenguas que la Machetera, bien pagada con sacos de garbanzos, arroz y quinua por todos los convecinos, algo le hizo al Macario que en cuestión de semanas, se apagó como una luciérnaga debilitada. Una tarde le encontraron desmayado, con el caballo distante, a unos metros, y le llevaron al interior de la casa y nunca volvió a salir. En dos meses desapareció de la faz de la tierra. Le enterraron en el cementerio del pueblo, entre tanto blanco hipócrita, y con la Dolores en una aparente angustia que se le iba de un plumazo cada vez que veía a padre transcurrir por la casa, entre el término de su jornada y la vuelta a casa de la familia. Y aunque padre no dijo nada a madre, yo sé que ambos lo sabían pero jamás sucedió nada malo entre ellos.

Padre fue el que llevó adelante la hacienda, como si todo transcurriera con el mayor de los rigores. Y todos los convecinos se pusieron contentos con el modo en que las cosas se hacían. El humo de padre nos salvó a todos. Y que a la muerte de la Dolores, después de no sé cuántas hijas y yo bien crecido, padre adquirió la titularidad de la hacienda y a su vez, como buen hijo de diosito y todos los espíritus de la tierra, llamó de nuevo a la Machetera y repartió todas las pertenencias a la buena voluntad de los que allí trabajaban. Y todos los años honraron la memoria de la Dolores, que allí descansa, en el justo anhelo.

Desde aquello jamás salí de aquí. Ahora velo por lo que dejé. Que nací entre el humo. Que la Violeta fue la única hermana que me ayudó con hijos y nietos, ya que diosito nunca la permitió ser madre. Que el resto de mis hermanas se fueron para la ciudad y se casaron con médicos, arquitectos, escritores, tahúres y campesinos, pero siempre producto de mi humo o del azar o de la buena vida. Que ojalá alguna se hubiera casado con algún descendiente de Martí o con algún apuesto sonero. Y que parece que a mí nunca me faltaron las novias, pero yo me fije en mi preciosa negra, diosito mío qué negra caderona me dio el aire desde que la miré a los ojos y entonces noté que lo que padre, madre, Machetera, vaticinios y sonrisas me dijeron entre sueños y entre guitarras. Aquella noche recordé las tres reglas: firmeza, contundencia y calibre. “Anibal, qué fino eres. Más firme que ninguno. Así me gustas, con esa contundencia. Qué buen calibre, mi negro”.

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