Hoy mi madre ha cantado. Cruzábamos el puente de las Delicias y al ver el río Guadalquivir me ha sorprendido con una canción que no he reconocido, y me ha contado que la compuso un pretendiente de su madre, mi abuela, que era, y cito textualmente, “un artista cantante”. Me refiero al pretendiente, no a mi abuela, que también era artista y cantante. Es la primera vez que me habla de ese señor que no llegó a ser mi abuelo y me ha venido a la cabeza la imagen de mi abuela con minifalda, ligona perdida. Ha sido rarísimo, porque siempre he escuchado que mi abuelo era el ligón, el guapo de la familia. Pero resulta que no, que mi abuela tuvo su propio pasado pre-abuelo.
Mi abuela era el prototipo de las mujeres de mi familia: bajita, menuda, con carácter, cierta vena artística y sentido del humor. Tuvo diez hijas de las que quedaron seis, catorce nietos y un marido guapo con una vida social muy activa. Mi abuela era peleona, como lo es mi madre y mis tías: mujeres pequeñas con un corazón enorme. Ellas son el ejemplo más real de que la altura no tiene nada que ver con la estatura.
Y hoy, mi madre ha cantado. También mi abuela y mis tías lo hacían, y todas bien. Cantar para mi madre siempre ha sido un desahogo, una forma de conectar con lo más divino y lo más humano. Cantaba en el coro de la iglesia, en una coral con cierto prestigio, en la ducha, en la cocina, villancicos medievales, coplas, nanas, canciones simplonas de misa y hasta flamenco. Cantaba para respirar.
Y un día dejó de hacerlo. De la noche a la mañana, como llegan las mejores y las peores noticias, un ictus le paralizó en seco su lado izquierdo, por fuera y por dentro. Su garganta se quebró y su boca se torció hacia la izquierda. Su cuerpo se tuvo que recomponer y su alma también, y en ese proceso apenas cantó. Pero hoy ha vuelto a hacerlo viniendo de una revisión en el hospital y yo me he emocionado sin querer molestarla para que siguiera cantando, que como digo, es su forma de respirar.
Puede que su nueva vida en la residencia donde vive ahora le resulte más llevadera, tal vez ha dejado de pelear ante una de las peores realidades que le pueden ocurrir a una mujer como ella, como mi abuela, como mis tías, como yo. Aceptar que eres totalmente dependiente cuando tu sentido vital ha sido facilitar a los demás el suyo debe ser duro. Pero de nuevo mi madre ha vuelto a cantar, y quiero entender que se está reconciliando con su Dios, su vida, su presente y su futuro.
La he mirado de reojo, como digo, para no interrumpirla. Su cabeza blanca poblada de rizos que le han salido en la vejez se movía con curiosidad buscando el río. Sus ojos brillaban un poquito, casi con timidez. Su mano izquierda doblada se apoyaba, inútil, en el regazo donde tantas veces puse mi cabeza buscando consuelo. Definitivamente la altura no tiene que ver con la estatura, el cuerpo encorvado de mi madre representa toda la valentía, la fuerza y la belleza del mundo. Y todo, todo, es cuestión de altura.