La contagiosa degeneración del periodismo, si cabe

La actitud de cientos de testigos de la tragedia en Cádiz da la triste razón a los nostálgicos: vamos a peor

Nacido en Cádiz, en 1968. Inicia su trayectoria en 1990. Columnista, editorialista, redactor, corresponsal o jefe de área en 'Guía Repsol', 'El Periódico de la Bahía de Cádiz', 'Cádiz Información', 'Marca', 'El Mundo' y 'La Voz de Cádiz'. Ha colaborado en magacines o tertulias de Canal Sur radio y tv, SER, Onda Cero y COPE. Premio Paco Navarro Asociación de la Prensa de Cádiz en 1997 y 2012 (a título colectivo). Premio Andalucía 2008 a la mejor labor en internet (colectivo). Ganador del I Premio de Relatos Café de Levante. Autor de la obra de autoficción 'Ya vendrán tiempos peores' (2016). Puso en marcha el proyecto de periodismo gastronómico 'Gurmé Cádiz' y mantuvo durante diez años blogs como 'El Obélix de San Félix' y 'L'Obeli'. Forma parte del equipo que realiza el podcast de divagación cinematográfica 'A mitad de sala'.

Los bomberos, junto al autobús siniestrado en la avenida de Las Cortes de Cádiz.

Quiero creerme poco nostálgico. Temo la mitificación automática del pasado, la beatificación pazguata de aquellos días supuestamente claros y canallas, tan tergiversados, cuando no inventados, por la memoria fullera.

Superado el medio siglo, con generoso descuento de media década, cuesta cada vez más. El tiempo patea cada disfrute, cada canica de pasión y entusiasmo. La manda patapúm patrás. A la gran puñeta de lejos.

La tentación de rajar de cualquier presente, irritante ante el pretérito imperial y sonriente, es fuerte. Intento resistir. Algunos días lo consigo. Sin pose. De verdad. Me sale. Eso sí, estoy en minoría con mis coetáneos. Son legión sin cabra los miembros de la peña yanadaescomoantes.

La visito a ratos. Pero me resisto a mudarme. La memoria me dice que nada fue como cuentan entre suspiros. Cuando se habla de una sociedad idealizada en la que había trabajo para todos, orden, ilusiones, calma y estabilidad me salen demonios de la cabeza. Gritan que una mierda. Que aquello fue un pequeño infierno, diferente al vigente, siempre distinto, nunca menor.

Los malos tratos en las alcobas eran plaga, como el machismo en la calle. Como los abusos en el colegio, en el trabajo. Terrorismo. Revanchas. Clasismo. Como siempre. El paro, la droga, el alcohol, el analfabetismo y la miseria daban más bocados que ahora, muchos más. De qué paraíso hablan.

Cada vez que oigo a un pureta del Caribe, embelesado, decirle a una adolescente ajena eso de “no sabes lo que era aquello” me sale un luminoso en el cerebro que reza “afortunadamente, chavala, ni puta falta que hace”.

Había menos opciones, cercanas a cero, para disfrutar de lo que te gustara (lo que fuera, ajedrez, taxidermia o porno polaco). Cualquier veterano que tenga chavales a su alrededor ha comprobado que ahora la bibliografía, los archivos, el conocimiento, la cantidad de material e información disponible es asombrosa, maravillosa.

Siempre, claro, que ese humano joven sea capaz de concentrarse, focus, dentro de esta tormenta de distracción crónica, de este arrollador universo multipantalla. Si lo logra, resulta que jamás tuvo tal cantidad, ni calidad, de jazz, flamenco, pintura de Klimt, ópera, fútbol paraguayo, cine coreano, tenis, lucha grecorromana o filatelia a su alcance. No hablemos de la universalización de los viajes, la cultura y la fiesta, con su enorme peaje.

Aún me asombra descubrir alguna canción imponente, emocionante. C Tangana canta igual de mal que Alejandro Sanz, Víctor Manuel o Sabina pero también tiene ya un puñado de canciones gloriosas. Así lo sostendré ante cualquier tribunal de la inquisición melancólica. Me dicen que debo creer que todo lo que suena ahora es apestoso pero me ilusiona pensar en las sorpresas por llegar.

De veras niego que la NBA deslumbre menos ahora que con Jordan y los Supersonics. No está Montes, vale. Pesa, sí. El fútbol es un casino de mafiosos (como siempre), reglas absurdas y peinados imposibles pero la espectacularidad es incomparable. También sonrío con la añoranza de los bigotes, Irigoyen, Lopera, el barro de Las Gaunas y la quiniela. Es una broma provocadora, una batallita, decir que todo era mejor.

Adoro a John Ford, a Huston y Berlanga como el primero de los fieles. Nunca volverá a fascinarme nada como El hombre que pudo reinar, ni el que era tranquilo y plácido, el primer Indiana o el tiburón aquel pero me reservo el derecho a que cosas nuevas me impresionen tanto, lo mismo, cada dos semanas.

Cada año me asombran media docena de películas, como poco, que se quedan conmigo y se pegan a todas aquellas. Si no me quito el sombrero ante sus directores, guionistas y actores con menos de 35-40 años es por tapar la loncha lamentable que se expande sobre la cabeza.

Ese constante y creciente combate contra la nostalgia ha sufrido, de repente, esta semana, una derrota terrible. No es la primera pero sí la peor. Recuerdo cuando el coche de una concejala de Cádiz volcó en la avenida principal tras un choque, hará unos 12, 15 años. Fue la primera vez que vi a más personas grabando, fotos, vídeos, que ayudando. Lo primero será saber si está bien esa mujer, pensábamos unas pocas personas. Pocas. Fue el primer impacto, la revelación.

Algo había cambiado. En aquel suceso no hubo más herida grave que la inocencia de algunos. El cabrón de McLuhan estaba en lo cierto. Lo vio primero. El medio lo es todo. El aparato que nos había brotado en la mano nos había cambiado para siempre. La potencia de una herramienta tan pequeña multiplicaba la mezquindad que llevamos en la sangre.

Siempre nos pudo el morbo y la indolencia. Siempre fueron más los que se ríen de una caída que los que se asustan. Desde la primera glaciación. Las ejecuciones agotaron siempre las entradas, desde el estreno de la guillotina (la real, no el coro). Siempre sucumbimos a la tentación de mirar el coche en la cuneta al pasar. El Caso vendió millones de ejemplares y el crimen de la policía local arrasa ahora en plataformas. Sólo cambia el soporte, del papel al píxel. El cuento es idéntico.

Siempre fuimos de arremolinarnos junto a la persona desvanecida. Tres ayudaban y 30 miraban. De siempre. Pero de repente, a esa condición vieja se sumó algo nuevo. Nos dotaron a todos de una emisora universal. El telefonino. La red. Las redes. La conexión que aísla y deshumaniza bajo la promesa de conectarnos con la humanidad toda. Un clic capaz de llegar al otro confín del mundo en un segundo. Y la basura congénita que llevamos pegada a las plaquetas saltó a esa pantalla. A la velocidad de la luz, claro.

Se me escapan los motivos, los pensamientos, las justificaciones. Qué lleva a una persona a grabar cadáveres sobre la acera, tras un horripilante accidente. El del autobús. Qué tipo de pulsión le hace querer tener la más desgarradora fotografía, el vídeo más descarnado. Cuanto peor, mejor. Cómo funciona ese mecanismo que nos mete en la cabeza la frase repugnante, denigrante: “Lo tienes que ver”, “mira lo que ha pasado”, “ahora mismo”, “tremendo, tío”. Qué satisfacción provoca eso. No acierto a dar con el asunto.

En mi mundo, viejuno quizás, la reacción mayoritaria debía ser salir corriendo, llorar, preguntar por los tuyos, abrazar, quizás avisar a las emergencias. Si ya están sobre el terreno, volar de allí mientras ruegas que la foto imaginaria y ocular no te acompañe siempre. Si no puedes ayudar, estorbas. Queremos pensar que la mayoría de nosotros está formada por personas compasivas, solidarias. Los modernos dicen empáticas. De las que se ponen en los zapatos del otro, sería en Inglés. Y algunas hubo, claro. Pero lamento que fueran, fuéramos, tan pocas.

Tengo que admitir a mis compañeros de generación que he sucumbido. Al ver a decenas, ¿cientos?, de personas grabando el accidente de autobús de este lunes (a partir de ahora, el accidente, sin más, para los gaditanos) me rendí. Vamos a peor. Al menos, en esto, en eso, hemos perdido. Mucho. Arrobas. Millas marineras. Quizás no éramos mejores en los 70, los 80, los 90. Éramos los mismos pero no teníamos el método, la posibilidad.

Como esto es un desahogo que ojalá casi nadie lea debo ser honesto. Sólo me engañaría a mí mismo si mintiera u omitiera. Grabé. Hice fotos. Tengo la excusa de trabajar como periodista. Me cogió al lado. Compraba en El Corte Inglés. Lo primero que hice fue sacar el móvil, llamar corriendo, avisar. Se supone que es obligación. El oficio. Qué asco.

Traté de no sacar (como luego hizo con gran corazón un enorme compañero fotógrafo, Juan Carlos Toro) más que imágenes generales, el vehículo, planos amplios, casi malos adrede, sin detalles que sólo aportarían dolor al dolor si es posible sentir más, sin acercarnos al espanto por más que fuera un pésimo gesto profesional. A mucha honra. Vi las caras desencajadas de colegas que llegaban (Lourdes de Vicente y José Lorenzo Benítez). “Hay muertos, hay muertos”, fue lo único que acertamos a decirnos unos a otros.

Y a correr, a escribir, para comprobar otra vez que este oficio bastardo sólo cobra sentido en la desgracia, en la muerte, en la guerra, en la amenaza, en el miedo. A leer y comprobar que los clics, las visitas, los compartidos, la audiencia, el interés personal, laboral, vanidoso o económico, el prurito de llegar primero siempre está por encima de cualquier amago de acercamiento a las víctimas, de la imposible comprensión del dolor ajeno.

Qué importan todas esas porquerías cibernéticas y empresariales cuando te encuentras con la certeza brutal del azar y la fragilidad. Al menos, los que medran y temen en una redacción, o como autónomos, para un medio de comunicación tienen una coartada. Sucia. Triste. Pero una. Es su trabajo. Casi todos son horribles y este es tan malo como el que más. Lo del mejor oficio del mundo para quien lo compre. Por eso todos los que pueden lo dejan a la primera oportunidad. En cualquier caso, es una forma de ganarse la vida. O de perdérsela. Hay opiniones.

Resulta desolador, en cambio, que tanta gente quiera tragar y repartir terror por deporte, por el inescrutable mérito de ser el primero en entregarlo a sus conocidos. Y todavía son capaces de seguir repartiendo esa forma de sociopatía no diagnosticada (no se me ocurre otro motivo) durante horas y días.

Es el nuevo periodismo. Libérrimo. Popular. El ciudadano, dicen. Con las redes, todo el mundo puede. Todo el mundo tiene una cámara y un teclado. Vamos, anímense. Pasen y vean. Pruebe, pruebe. Es gratis.

Estoy lejos, mucho, de santificar el oficio antiguo del periodismo. Lo conocí hace 33 años en su versión pequeña, local y provincial. Me espantó desde el principio (habrá pruebas escritas) y ahí sigo.

Siempre me pareció copado y dominado por un hatajo de ambiciosos comunes, comisionistas y vendedores desesperados como los de cualquier gremio, inseguros ególatras que decían, haciéndose los vocacionales, llevar a la práctica un sacerdocio. Consistiría en difundir hechos, realidades, en anunciar o promocionar eventos, actos, obras que conviene conocer a sus iguales.

Pero esa religión resultó ser tan falsa como todas porque para ser digno practicante y seguir los preceptos hay que renunciar a las mínimas comodidades a las que todos aspiramos. Todos. Menos dos o tres pirados. Además de trabajar sin horario, a deshoras, en festivos, hay que soportar que el alcalde del pueblo, los empresarios, los compañeros, la familia y la mitad de los vecinos te vuelvan la cara y te pongan la cruz. Por estar siempre ausente, unos. Por perseguir un ideal tan absurdo como cualquiera, los demás.

Nadie, yo el primero, está dispuesto a ser mártir. Del periodismo, tampoco. Menos. Así que todos los involucrados, salvo algún santo, hace tiempo tomaron el atajo de la conveniencia y la supervivencia, de la comodidad y el refugio. Si puede ser en la administración pública, mejor. Estabilidad, qué bonito nombre tienes. Sueldo fijo, te quiero. Todos te aman.

La milonga del bien común, la causa de la libertad y la res pública se la cuentas a tu primo el bizco. Seguro que el Watergate salió adelante porque Nixon no le metía publicidad a The Washington Post. Si no, de qué. Sostiene Pereira y Los papeles del Pentágono me hacen llorar a mí también. Porque son una ficción impecable, preciosa. Artesanía de máxima calidad. Pero, por favor, no intenten hacerlo en casa. Mejor me creo Network o El gran carnaval. Esas sí que sí.

Esa condición perversa y eterna (de Larra y Ciudadano Kane a El Chiringuito) la empeoró un segundo paso: internet. La red ubicua y vertiginosa. Añadió la prisa venenosa, mortal, a todas las taras de siempre. Saltaron por los aires el horario, la rotativa, la parrilla. Convirtió todos los medios en televisión. En la peor. Cuántos nos están viendo. Esto es lo que quiere la gente. Más rápido, más fuerte, grita más, gesticula. Que llegue más lejos y cuanto antes.

La nueva revolución periodística, la tercera, consiste en convertir a todos los lectores, oyentes, espectadores, a toda la gente, al periodismo sin alma

Si hay muertos deshechos en la acera, si hay niños degollados o estamos exagerando qué vamos a hacerle. Siempre los hubo. No me llores. Quién ha conocido una Europa sin guerra, fría o caliente. África sin pobreza. Israel y Palestina sin barbarie. Y mucho peor que ahora.

Así que sigue. Nadie va a resucitar si te callas, si no escribes, si no grabas y te vas. Da igual. Opina. Escribe. Graba. El titular, el tuit, cuanto más impactante, mejor. Corto. Duro. Nadie va a leer nada más allá. Pero el mío primero. A correr. Estos textos largos ya no se llevan. Afortunadamente. Espero que nadie haya llegado hasta esta línea.

La nueva revolución periodística, la tercera, consiste en convertir a todos los lectores, oyentes, espectadores, a toda la gente, al periodismo sin alma. Si es que hubo algún otro. Todos son redactores y cámaras. Conste que se han presentado voluntarios todos esos del móvil. Entusiastas. Como si fueran zombies que se contagian con un mordisco. Nadie sabe quién empezó primero, el paciente cero. Ellos, los de la calle, los usuarios, dicen despreciar el periodismo convencional. Les sobran los motivos para desconfiar y alejarse pero resulta que pretenden ocupar su lugar y lo imitan con la mayor zafiedad. Lo superan en crueldad.

Al final van a tener razón mis compañeros de clase, juergas y partidos, los de mi edad. Hemos ido a peor. Mucho. Qué tiempos aquellos. Me rindo. Tienen razón. Puede que fuera sólo porque no teníamos la manguera de regar heces sobre todos los que nos caen cerca (lista de contactos) pero antes esto no pasaba. Porque no podía pasar, quizás. Puede ser. Pero el fact es que ahora pasa.

Probablemente tengamos, todos, cada uno, la capacidad de elegir, la responsabilidad de decidir qué vemos, qué leemos, qué decimos, qué grabamos, qué fotografiamos, enviamos y reenviamos. La tenemos. Pero cuando llega el momento espeluznante del desconcierto, cuando vemos el pánico tumbado en la acera, con el autobús delante, decidimos compartir y consentir, en vez de sentir y huir.

Por cierto, no son niños, ni jóvenes, los más entregados a esta nueva forma de los viejos vicios. Entre los adictos a clavar la mirada en el gélido cristal templado, entre los esclavos del dedo gordo, son mayoría los que cumplieron los 30, 40, 50 hace muchos veranos. Por no escupir hacia arriba. Ni hacia abajo.

Unos y otros lo hacen sin darse cuenta, como un reflejo, sin mala intención, dirán algunos. Puede ser. De acuerdo. Como se hace todo lo peor. Será que antes no podíamos, no teníamos, y ahora sí. Pero los más viejos del lugar tendremos derecho a lamentarlo, a lamentarnos y maldecirnos. Para nada, claro. Ya lo sé.