Hace unos días, la activista y escritora Julia Salander encendió el debate público al afirmar que "los hombres son potenciales violadores". Esta declaración generó una oleada de reacciones, principalmente de hombres, quienes rápidamente la atacaron a través de las redes sociales, ofendidos por lo que percibieron como una generalización injusta. Sin embargo, en cuestión de días, la avalancha de casos de violencia sexual contra mujeres le ha dado la razón, visibilizando la existencia de lo que conocemos como la cultura de la violación’.
Uno de los ejemplos más claros de esta cultura es el caso de Antonio Martín, alcalde de Vita (Ávila), quien fue filmado en un vídeo durante las fiestas del pueblo cantando una canción que hacía apología de la violación de menores. La canción provocó gran indignación, al describir explícitamente la violación de una niña. La letra de la canción decía: “me encontré una niña sola en el bosque, la cogí la manita y la metí en mi camita, le subí la faldita, le bajé la braguita… y la eché un primer caliqueño… En el tercero ya no quedaba leche".
El Presidente de la Conferencia Episcopal, si bien reprobó los cánticos pederastas, pidió que se pusieran “en contexto”, justificando que fue en un ambiente festivo y bajo los efectos del alcohol, señalando que evitemos “lo que pudiera ser una sociedad excesivamente puritana”. Esta actitud refleja uno de los aspectos más peligrosos de la cultura de la violación: la minimización, trivialización y justificación de la violencia sexual, especialmente cuando se considera que las circunstancias pueden excluir o atenuar la gravedad del delito.
Otro caso reciente que ilustra esta realidad es el del futbolista Rafa Mir, delantero del Valencia CF, detenido por la presunta agresión sexual a dos mujeres. Su caso se suma a una larga lista de deportistas acusados de delitos sexuales, entre ellos Dani Alves, Santi Mina, y Sergi Enrich, muchos de los cuales han logrado evitar sanciones penales gracias a acuerdos extrajudiciales o a la dilación de los procesos judiciales. El hecho de que figuras públicas, admiradas y seguidas por millones, estén involucradas en este tipo de conductas es especialmente preocupante, ya que contribuyen a la normalización de la violencia sexual.
Esta semana conocimos el caso más escalofriante de la cultura de la violación, protagonizada por Dominique Pelicot, un hombre que drogaba a su esposa, Gisèle, de 71 años, para ofrecerla a desconocidos que la violaban mientras ella permanecía inconsciente. Pelicot grababa estos actos y los distribuía en Internet, como material pornográfico. A lo largo de una década, alrededor de noventa hombres participaron en estos abusos. Lo más perturbador es que la mayoría de ellos aceptó participar sin dudar, y aquellos que se negaron no denunciaron los hechos, permitiendo que las violaciones a Gisèle continuaran. Conforme se van conociendo detalles del juicio, la hija y las nueras de Pelicot también podrían haber sido víctimas, así como las esposas de algunos de los violadores. Este caso pone de manifiesto el grado de complicidad social que puede existir en la cultura de la violación, donde el silencio, la omisión del deber de socorro y la cooperación necesaria o incidental son formas de perpetuar la violencia.
La realidad estadística que confirma el relato
Los casos mencionados no son excepciones; son el reflejo de una realidad incontestable, que va en aumento. Según cifras oficiales del CGPJ, en España “el agresor es mayoritariamente un varón, tanto cuando las víctimas son adultas (100 %) como cuando son menores (93,8 %)”. Y de “los casos de delitos cometidos contra adultos, el 97,7% de las víctimas eran mujeres”. Estas cifras no son únicas de España; la predominancia masculina en los delitos sexuales es un fenómeno mundial que ha persistido a lo largo de la historia. A pesar de que vivimos en una época en la que las mujeres han alcanzado mayores derechos y libertades, la violencia sexual sigue siendo una amenaza constante y las víctimas y los agresores son cada vez más jóvenes y las agresiones, más brutales.
¿Qué es la cultura de la violación?
El concepto de "cultura de la violación" fue desarrollado por feministas en la década de los 70, y se refiere a una sociedad en la que la violencia sexual es normalizada y trivializada a través de expresiones culturales, actitudes sociales y prácticas institucionales. Según Diane F. Herman, esta cultura se fomenta cuando se socializa a los varones en valores de control, dominación, agresividad y competitividad, con la idea de que las mujeres son inferiores y, por tanto, pueden ser objeto de uso y abuso. Este proceso socializa a los hombres para ver a las mujeres como objetos de su deseo sexual, lo que a menudo lleva a la cosificación, el acoso, los abusos y, en el extremo, la violación y los feminicidios.
Este fenómeno también incluye la culpabilización de las víctimas y la negación de ciertas formas de violencia sexual que no se ajustan a los estereotipos de agresión física brutal. Las conductas como el acoso, la presión para obtener un consentimiento viciado o la explotación de una relación de poder, también forman parte de esta cultura de violencia contra las mujeres. Y, como demuestra el caso de Gisèle, el violador no siempre es un extraño peligroso, sino que muchas veces es un hombre cercano y con una vida normal: un marido, un padre, un abuelo, un vecino, un cura, un profesor, un médico, un colega… Un hombre con una vida normal, un hombre como cualquier otro. Y la víctima, puede ser cualquier mujer.