En el momento en el que escribo estas líneas, la cifra oficial de fallecidos por la DANA asciende a 211 personas. La televisión emite desde hace días un torrente continuo de escenas sobre la catástrofe, que se apelmazan en una masa abigarrada y crecientemente indiferenciada de imágenes, sonidos, cifras, opiniones, declaraciones y anécdotas. En las redes se encabalgan las historias de tragedias personales con la acción heroica de algunos particulares, los afectados tomando irregularmente productos en tiendas destrozadas y los cuerpos policiales deteniéndolos y multándolos entre el fango, las llamadas a la ayuda y las alarmas contra el robo. El imaginario colectivo se va saturando en un flujo aplastante de estímulos en el que se mezclan la razón y la emoción, la información y la opinión, el dato y el bulo, las políticas públicas con la iniciativa espontánea de los vecinos, la ayuda desinteresada con las insinuaciones más venenosas, las formas más sanas de solidaridad con las técnicas más burdas de autobombo pseudo-filantrópico. Y entretanto se van articulando, desde la izquierda y desde la derecha, los discursos que intentan dotar de sentido esta experiencia.
Por una parte, la izquierda tiende a construir un análisis racional de la DANA y sus efectos. En el discurso de la izquierda, se intenta explicar con datos tanto las causas del fenómeno meteorológico como las limitaciones del Estado para hacerle frente. Se observa un esfuerzo por aportar datos, se apela a la lógica y la ética y, sobre todo, se insiste una y otra vez en que hay que aparcar temporalmente cualquier crítica y “despolitizar” el debate sobre la DANA. Como si fuera posible separar quirúrgicamente el daño material y humano provocado por el agua de los valores y las decisiones políticas de quienes gobiernan la sociedad.
Entretanto, la derecha se ha lanzado a sangre y fuego a recomponer todo el caos provocado por la DANA en un paisaje bélico a base de mentiras, bulos y acusaciones. En su discurso acusan al gobierno de Pedro Sánchez de agravar las inundaciones al destruir los pantanos que hizo Franco; y presentan a Amancio Ortega o Juan Roig como generosos salvadores de los valencianos, a los inmigrantes como privilegiados que duermen en hoteles mientras Valencia se ahoga y al Papa Francisco como un bolivariano anti-español.
Cuando uno desmenuza estos dos paisajes y observa sus ingredientes básicos, la comparación no tiene color: la izquierda apela a la inteligencia de la gente, rastreando causas estructurales e incorporando todos los matices; mientras la derecha pone todo su esfuerzo en simplificar hasta la caricatura, construyendo la imagen monstruosa de unos “culpables” y renunciando incluso a las más elementales pruebas de veracidad. Y, sin embargo, sería un error pensar que esa derecha actúa sin criterio o se equivoca. Por el contrario, la combinación pornográfica de mentiras, bulos y relatos conspiranoicos les ha servido para crecer durante los últimos años, y no es descartable que les siga sirviendo ahora. ¿Cómo se explica esta dinámica?
De la convivencia a la supervivencia
En un ensayo escrito en el año 2006, al antropólogo francés Marc Abélès señalaba el cambio decisivo que se ha producido en nuestra relación con la política. La profundización en la globalización capitalista nos ha sumido en un mundo de precariedad e inseguridad, donde los peligros a gran escala –la DANA, el terrorismo, el covid, la crisis económica- representan amenazas incontrolables que condenan a la humanidad a vivir en la incertidumbre. En este contexto, dice Abélès, la política de la convivencia va cediendo terreno frente a la nueva centralidad de la política de la supervivencia. Partiendo de este planteamiento, mi hipótesis es que el avance de la derecha a escala global obedece en gran medida a que ha asumido la política de la supervivencia; y que la crisis de la izquierda se explica por su incapacidad para abordar esa transición y su empeño en seguir haciendo política de la convivencia.
La política de la convivencia era la que operaba en un mundo construido alrededor de las certezas. Era el mundo del capitalismo fordista, donde cada Estado controlaba su economía, las empresas necesitaban producir cosas y cada clase social aportaba su parte a la sociedad –una explotando, otra siendo explotada-. En esa sociedad algunos sufrían mucho, por supuesto, pero todos confiaban en que existía un camino a transitar para mejorar las cosas. El objetivo último de la política era lograr la mejor forma posible de convivencia entre todos.
El avance del capitalismo neoliberal ha destrozado las garantías que sustentaban ese mundo. Los gobiernos nacionales asisten impotentes a la política económica de unas multinacionales a las que no pueden someter; enfrentan pandemias que se filtran a través de las fronteras; persiguen redes terroristas que se organizan a través del móvil y padecen golpes blandos espoleados por canales cibernéticos de difusión masiva de información incontrolada. Capas de la población cada vez más amplias viven bajo la amenaza constante de un despido, de un desahucio, de una estafa, de un atentado. Y la sociedad en su conjunto pierde la esperanza en salir ilesa, e interioriza el advenimiento inexorable de la catástrofe. En estas condiciones se impone una política de la supervivencia. Una política que no aspira a construir un mundo mejor, sino a evitar un mundo peor. Una política que no propone soluciones buenas para todos, sino salidas prácticas para casi todos.
La derecha ha entendido bien que una parte importante de la sociedad ha transitado hacia una política de la supervivencia. Y por eso difunde un discurso que puede parecer ridículo por sus lagunas argumentales, por la falta de rigor científico de sus datos o por la tendencia caricaturesca de sus eslóganes. Pero más allá de estos ingredientes, la receta funciona porque conecta con una sensación difusa pero fuertemente arraigada en mucha gente: que el mundo se va a la mierda y ha llegado la hora de romper con todo. Es cierto que en el discurso de la derecha no hay una descripción precisa del mundo alternativo que pretenden destruir, e incluso se intuye que en los aspectos más importantes –el modelo económico, sin ir más lejos- ni siquiera pretenden cambiar nada demasiado. Pero eso no importa: lo que importa es que le transmiten a la gente que todo está mal, que hace falta un cambio drástico, y que ese cambio será doloroso, pero es necesario.
Mientras tanto, la izquierda sigue en su mayor parte aferrada al paradigma de la convivencia. Sigue instalada en un discurso que prioriza ante todo la deseabilidad moral de tomar buenas decisiones para todos, y la posibilidad de hacerlo mediante el uso de la razón. Y esto suena bien, y sigue siendo útil para persuadir a ciertos segmentos de la población. Pero es definitivamente inútil para conectar con la masa creciente de precarios que ya no encuentra ninguna razón para pensar que este mundo tenga solución. En este contexto, ¿tiene futuro la izquierda?
Una izquierda para la supervivencia
Desde mi punto de vista, el único futuro posible para la izquierda pasa por adaptarse a una política de la supervivencia. Y esto no se consigue con meros retoques cosméticos, ni edulcorando el discurso para adaptarlo al gusto del consumidor. Se trata de asumir que la sociedad ha cambiado en sus estructuras básicas, y que solo a partir de ahí se puede hacer una propuesta política comprensible para la gente.
Construir una izquierda para la supervivencia significa poner en el centro los peligros que amenazan a la mayoría de la población y reconocer que el sistema político y económico que tenemos no va a resolverlos. Hay que politizar la vida cotidiana de la gente: no entrometiendo la lógica partidista en todas partes, sino conectando los problemas del día a día con dinámicas de poder y desigualdad. Se trata de hacer, en definitiva, exactamente lo contrario de lo que está haciendo un gobierno progresista asintomático, que a fuerza de despolitizar va a ser destruido por intentar gestionar asépticamente un sistema que no tiene solución.
Pero no basta con señalar las causas de los problemas: en un contexto de supervivencia, hay que reconocer que el bienestar general es una quimera, y que para mejorar la vida de las mayorías tenemos que empeorar inevitablemente la vida de una minoría. Esto lo ha entendido bien la derecha, que está apostando en su discurso por tirar por la borda a los inmigrantes y a otros colectivos de población “desechable”. Frente a esa injusticia, la izquierda se equivoca prometiendo que habrá sitio para todos: tiene que explicar que en nuestro mundo no hay sitio para los Amancio Ortega ni los Juan Roig, ni para los especuladores grandes ni pequeños. Que vamos a dar la batalla. Que vamos a poner orden.
Finalmente, la izquierda necesita aterrizar este discurso de ruptura en batallas concretas. Urge diseñar propuestas políticas valientes, que golpeen sin miedo contra la minoría privilegiada, pero no con alusiones vagas a criterios morales, sino vinculándolas a mejoras concretas que redunden en beneficio de las mayorías. En una sociedad inmersa en la incertidumbre, la activación política de lo que un día llamamos “las masas” solo será posible si la perspectiva de mejora se conecta lógicamente con el avance en la batalla contra el adversario.
Mientras escribo las últimas líneas de este artículo, se espera que la cifra de muertos por la DANA siga subiendo. La población se hace el cuerpo a las malas noticias venideras, digiriendo la tragedia desde la convicción absoluta de que algo no va bien. Y entretanto, la derecha sigue empujando con un discurso de odio que simula compensar su podredumbre moral con un plus de realismo y pragmatismo. Confiemos en que la izquierda asuma de una vez el envite, no amarrándose a la gestión imposible de un sistema que se hunde, sino asumiendo la crisis terminal de ese sistema y afrontando por fin la batalla por la supervivencia.