A quienes niegan el cambio climático, poco les importa que les ofrezcas datos sobre el deshielo en los polos, el aumento de los desiertos o los efectos medioambientales que generan los cruceros. Lo mismo sucede con los seguidores del Tea Party y del trumpismo, a quienes no les interesan los datos científicos que demuestran la responsabilidad de las grandes empresas petroleras y de gas en la destrucción del hábitat natural y el modo de vida de gran parte del sur de su país. Optan por culpar al gobierno.
Dicen quienes lo estudian que no gana unas elecciones, quien tiene el programa electoral más riguroso y realista, sino quien lo presenta y transmite mejor. De nada sirven los gráficos, datos y comparativas si el mensaje no coincide con aquello que las personas quieren escuchar. Por eso, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que el dato pocas veces gana al relato, y que la narrativa, aunque esté sustentada en bulos y mentiras, casi siempre triunfa. Lo hace porque conecta con lo primario de las personas: sus emociones, frustraciones, miedos y desencantos. La neurociencia dice que nos afecta mucho más una pérdida que una ganancia, y que a nuestro cerebro le duele más perder que ganar.
La gente cree en un dios, no importa la religión. Todas están basadas en ideas y realidades irracionales; lo sabemos y, aun así, las creemos porque necesitamos hacerlo, aunque sepamos que no son verdad.
Muchos hombres creen que la violencia no tiene género. Aunque ni saben ni les preocupa el sentido de la frase o el mensaje oculto que contiene, expresa lo que sienten y la necesidad que tienen de culpar a alguien de sus males. Están hartos de que todo el tiempo y dinero sea para las mujeres y el feminismo, y para ellos nada. Aunque los datos muestren diariamente que el número de mujeres muertas a manos de sus parejas o exparejas sigue aumentando, no asumen su responsabilidad y prefieren el relato que dice que ellas también son malas, matan y maltratan.
Si los estudios y datos oficiales hablan de que son las mujeres las que se ocupan mayoritariamente de las tareas del hogar y los cuidados, que existe la brecha salarial, el techo de cristal y el suelo pegajoso, nos acomodamos en nuestra zona de confort y recurrimos a discursos que afirman que ellas nos roban los puestos de trabajo, o que la ley las protege y nos maltrata a nosotros. Entonces votamos a gente como “Se acabó la fiesta” y, aunque sepamos que sus discursos son misóginos y sus mensajes fascistas, son de los nuestros. Hombres como Milei se atreven a decir lo que la mayoría de los hombres piensan.
Por eso, siempre vence el relato al dato, porque sus discursos se adaptan más rápido y mejor al pensamiento de la gente, a sus miedos y deseos, mientras seguimos anclados a viejas narrativas sobre fascistas, machismo y el sistema patriarcal, que poco seducen a quienes se sienten maltratados por el sistema y creen que la culpa es de la democracia y la igualdad.
Si lo analizamos bien, la inmensa mayoría de los votantes de Trump, Milei, Meloni, Bolsonaro, Abascal o el tal Alvise son hombres de raza blanca, desencantados, frustrados, indignados y “abandonados” ante la política tradicional, la libertad, la diversidad, el respeto y la igualdad. Es decir, es el machismo más recalcitrante el que está detrás de este movimiento ultra que se construye a base de mentiras, bulos, frustraciones y miedos. Solo hay que escuchar a sus líderes. Da igual que la tierra sea plana, que el COVID haya sido creado en un laboratorio, o que Dios los ha elegido su pueblo y señalado la tierra prometida.
No importa. Sus narrativas niegan y cuestionan la verdad, o siembran la duda, sobre la desigualdad, la violencia de género, el cambio climático y la necesidad de la paz. Claman por la libertad, aunque prohíben y encarcelan a quienes se oponen. Sus enemigos son la democracia, el feminismo, las mujeres, los inmigrantes, las personas racializadas y los pobres. Ellos y ellas tienen la culpa de todo lo malo que nos pasa.
Ante este panorama, es necesario construir narrativas que conecten con las personas. Acceder al poder, crear una nueva pedagogía, otra forma de hacer política que vaya de abajo hacia arriba, ser coherente, y plantar cara a un capitalismo salvaje, demostrando que la protección del medio ambiente es compatible con el empleo, la paz con el bienestar de todas y todos, y la igualdad con la felicidad. Solo desde el ecofeminismo y nuevas formas de ser hombre podremos conseguirlo.