Queridos niños y niñas, érase una vez que se era un Niño Ratón. Tenía dos grandes orejas, incisivos notables y un temperamento vivaracho. Y un laaaaargo rabito, porque era un ratón de verdad. Seguro que con cuatro saltos y dos zancadas podía llegar en un santiamén a tierra de ardillitas amarillas kichis, conejos blanquiverdes y jerbos encarnados cuya linde anduviera cerca de la suya, pero él vivía en Cubil, un país tan estrecho y largo que sólo tenía norte y sur y en el que habitaban los ratones temerosos de serlo y los amedrentados de ser algo distinto a un discreto ratón. Al Niño Ratón le encantaba el vino. Y Cubil se llamaba su país. "¡España, Cubil!" exclamaban los más viejos de entre ellos y los que peinaban canas mascullaban ufanos entre dientes una consigna que el Niño Ratón no entendía: "¡Me encanta Cubil!".
El Niño Ratón vivía en el país llamado Cubil con otros ratones, blancos, azules, grises... y ratones naranjas y rosas y morados y negros. Y de todas las hechuras. Y coloraos también. Cada raza de ratón habitaba en sus propios agujeros y acostumbraba a coincidir sólo con los suyos en sus mismos escondrijos. Ninguno de los ratones del norte de la madriguera —casi siempre azules— solía visitar el sur y ninguno de los del sur frecuentaba el norte a menos que trabajara a regañadientes para los de allí desempolvando lechos de hojarasca o limpiando telarañas de opulentas cuevas de ratones ricos. El resto de los ratones, el Niño Ratón uno más, recorrían incesantes las encrucijadas y se tropezaban unos con otros en mil intrincados pasajes y recovecos con los de su mismo y distinto pelaje, con los que bailaban y reían a la sombra de los geranios mientras procesionaban efigies de sus santos ratones, ¡viva la Blanca ratona!, y ovacionaban a sus líderes y cantaban coplas y se intoxicaban con esencia de uva vieja. Y a fuerza de alternar y convivir, en ocasiones sus colores se diluían, prevalecía el mestizaje y se entreveraban rosas con negros, rojos con morados y blancos con gris, entremezclando linajes.
Todos, a excepción de los azules, que no abandonaban sus túneles y preferían mantenerse aparte para velar por los soberaos de los que eran amos aunque en ellos se guardara el cereal de todos. Los demás no tenían gran cosa que hacer salvo cosechar y acarrear la simiente para los azules y nada que roer excepto migajas porque el hambre de todos era mucha, también la del Niño Ratón, el grano escaso, y grande el miedo a los ratones marrones a sueldo de los azules, uniformados con defensas, grilletes y togas y custodios del grano apilado en los silos. Para remediarlo quisieron los hambrientos ratones multicolores gobernarse a sí mismos y calmar el hambre de todos, pero no lo consiguieron: elegían siempre a los ratoncillos que prometían abrir los silos y compartir abundante grano pero durante muchos años, escogidos ratones verdiblancos —ya extinguidos o presos, por algo será— y rosas fueron incapaces de cambiar el reparto del cereal almacenado en la topera azul, quizás porque los vapores de su fermento en los hórreos empozoñaban su mente, alucinándoles tanto que ya sólo aspiraban a convertirse en ratones azules y a vivir su azulina vida muelle.
Queridos niños y niñas, éste debiera ser el momento del “y comieron perdices”, pero no todos los cuentos acaban bien y guardan moralejas ejemplares, aunque de esta historia del Niño Ratón aún no podemos opinar pues es todavía un cuento inacabado. Hace bien poco los roedores lo intentaron una vez más. Ratones de todo color y condición, rosas, morados y coloraos, aprendieron a sumar, descubrieron para su sorpresa que eran más que los azules y determinaron crear nuevas reglas de convivencia más justas y repartos más equitativos de grano y vino, pero no pudieron convertir sus sueños en realidad porque la ratoncilla jefa nominal de los ratones rosas, ratones ellos, a pesar de carecer de autoridad para gobernar sola y del necesario consenso incluso entre los suyos, quiso hacer prevalecer su minúsculo parecer y se negó a permitir que morados y rojos pudieran también decidir cómo repartir tareas, cereal y uva, olvidando que estaban ahí para mejorar la situación de los que nada tenían, distribuir con equidad, calmar el hambre y actuar con Justicia, la misma Justicia a la que los rosas habían apelado para ascender desposeyendo a los azules de su poder y preponderancia.
Hoy, todo está estancado. La ratoncilla rosácea se aferra con sentido privativo a la peana de ratón jefe como si suya fuera y los ratones morados, rosas y coloraos discuten a sus espaldas sobre el sexo de los ratones y sobre si la culpa es tuya o tuya o tuya, mientras los azules atraviesan la encrucijada y aporrean la puerta de la madriguera sur para volver a imponer sus arbitrarios patrones morales que ordenan el mundo ratonil desde la más desigual norma social. Aún hoy, el Niño Ratón y los otros niños ratones del país llamado Cubil pasan hambre y sed, no pueden estudiar en los más excelentes liceos para roedores, han visto encarecer el vino y el grano, no encuentran trabajo en su nido y sufren otra vez la precariedad y la injusticia. Y todo sin mejora ni cambio alguno y paralizado el país sólo porque la ratoncilla jefa no puede, no quiere o no sabe avenirse, ni acordar. Ni ceder, en este país llamado Cubil, este tan estrecho y tan largo que sólo tiene norte y sur y en el que nada más que habitan ratones temerosos de ser algo distinto a esos minúsculos roedores, como el ratón de las dos grandes orejas, el del laaaaargo rabito, el Niño Ratón que quería dejar de serlo. Y olé, quillo.