El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ha utilizado el golpe de Estado militar que sufrió el país hace poco más de una semana para realizar una purga ideológica.
Nada nuevo bajo el sol de Occidente. Los intereses creados tanto por la UE como por la OTAN sobre la República de Turquía en los últimos años -y especialmente en los últimos meses- constituyen hoy un arma de doble filo. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ha utilizado el golpe de Estado militar que sufrió el país hace poco más de una semana para realizar una purga ideológica que va mucho más allá de los criterios constitucionalistas y de estricto respeto al Estado de derecho que dice defender. Su partido, AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo), gobierna Turquía desde 2002 -con Erdogan como Primer Ministro de 2002 a 2014 y de Presidente de 2014 a la actualidad- con un programa ideológico conservador y aparentemente moderado en lo religioso. Pero lo cierto es que el rumbo del AKP ha cambiado notablemente con el paso de los años. El partido que ganara las elecciones a comienzos de siglo con un programa cercano a lo que se denomina 'democracia islámica' ha ido reforzando sus posiciones islamistas a la vez que abandona las prácticas democráticas, pese a haber obtenido los mejores resultados de su historia en las últimas elecciones generales.
El peligro de un golpe de Estado y una insurrección militar era previsible aunque, sin embargo, no imaginable. Para comprender el fenómeno no sólo tenemos que acercarnos a la historia del país otomano sino comprender el papel de los elementos que entran en juego en ese país en la actualidad. El ejército, muy presente en la historia de Turquía, siempre ha sido visto como un baluarte de defensa del secularismo, la laicidad y, aunque parezca contradictorio, de la libertad y el orden constitucional. Entonces, ¿qué está sucediendo? A simple vista y de forma superficial es como si viéramos el mismo discurso: Erdogan dice defender la democracia y representar a la mayoría del pueblo turco -las últimas elecciones le avalan- frente a una parte del ejército que ha orquestado un golpe de Estado -no es la primera vez que lo hacen- para quitarle el poder y, sin embargo, se justifica con que está defendiendo la democracia a la que el propio presidente Erdogan le está poniendo trabas. Ningún golpe de Estado es justificable y, como numerosos líderes internacionales han señalado, los designios de un país se cambian en las urnas, pero... ¿no se está haciendo la vista gorda?
Somos muchos los que no olvidamos que la Unión Europea hace tan sólo unos meses llegó un acuerdo con el gobierno turco para deshacerse de gran parte del problema de los refugiados. Un problema que en vez de atajar bajo el criterio de la carta fundamental de los Derechos Humanos, acogiendo y buscando una salida a los millones de exiliados forzosos a causa de la guerra de Siria, ha enfrentado desde el más puro egoísmo etnocéntrico, al calor de las oleadas xenófobas que se repiten a lo largo y ancho del continente. Y también somos muchos los que no olvidamos que Turquía es miembro de la OTAN -su poder militar dentro de la coalición sólo es superado por Estados Unidos- y que es un actor de primer orden en el conflicto abierto en Oriente Medio. Teniendo en cuenta estos dos factores y olvidándonos de otros algo más contradictorios -Rusia dice que la familia de Erdogan compra petróleo y financia a Daesh-, el poder y el apoyo a nivel internacional sobre el que se sustenta el actual ejecutivo turco no sólo son sólidos sino incuestionables. Ello ha permitido que el gobierno haya utilizado el pretexto del golpe de Estado -parece sospechoso- para depurar el ejército y, de paso, echar a la calle a miles de funcionarios, profesores y trabajadores públicos de toda índole. Un auténtico escándalo al que los afectados tampoco pueden recurrir -el estado de emergencia que ha decretado el gobierno no se lo permite- y que prevé un futuro negro para la ciudadanía turca. Turquía, en el punto de mira internacional, vuelve a ser una vez más cuestionada y lo hace con un largo historial: la 'acogida' de los refugiados, el conflicto kurdo, el trato a las minorías, su contradictoria política exterior... ¿y ahora? Ahora se paraliza ante una purga masiva y otro nuevo escándalo, el que se está constituyendo en torno a los que pueden ser sus propios refugiados. Decenas de miles de personas -y sus respectivos entornos familiares- han sido acusados de golpistas y la mayoría lo han sido sin pruebas. Sólo una opinión desfavorable al ejecutivo turco puede acarrear el rechazo y la persecución institucional de una república que cada día se parece más a una dictadura. El golpe le ha salido a pedir de boca. La gota que colmó el vaso fue el planteamiento que tuvo Erdogan de volver a instaurar la pena de muerte. Un hecho que al parecer ha provocado un rechazo de líderes políticos internacionales y europeos -como Merkel- que, en realidad, no tiene ninguna consecuencia política. Y no la tiene ni parece que la vaya a tener, hay que decirlo bien claro, porque Turquía y Erdogan son intocables. Recordemos que la democracia y la libertad en el mundo sólo prosperan si es bajo el criterio y supervisión de los gobiernos y las oligarquías occidentales. Y si no, que se lo pregunten a un indonesio, a un iraní o incluso, a un egipcio, que lo tendrá más fresco. La historia vuelve a repetirse. Y, para variar, lo hace en nombre de la voluntad popular.
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