Hace varias décadas empezaron a venir, atraídos por lo benigno del clima y, sobre todo, lo barato de terrenos, mano de obra y servicios. Había quien esgrimía el derecho británico sobre Gibraltar a partir de su ocupación y el posterior tratado de Utrecht de principios del siglo XVIII. Algunos ampliaban al Campo de Gibraltar el espacio histórico británico e incluso se atrevían a relacionarlo con el anglicanismo y la supuesta disputa entre reyes de esa religión y fieles al catolicismo, aun sabiendo que su mayor virulencia se dio en el XVI. Incluso han financiado a equipos de arqueología para buscar vestigios de poblados sajones, comunidades protestantes anglicanas y alianzas entre constitucionalistas de la Pepa y británicos “luchadores por la libertad”. No han encontrado nada, pero han corrido ríos de tinta, multiplicado los artículos y estudios y difundido todo tipo de hipótesis que tratan de demostrar unos supuestos derechos históricos de los anglicanos en el campo de Gibraltar, basados en leyendas e interpretación de libros “sagrados” que ellos mismos han inflado y publicitado.
Lo cierto es que, llegado un momento, fueron ocupando espacios de interés, tanto económico como político en Andalucía. Fundaron periódicos, radios y televisiones para dar su visión de las noticias, de la vida y de todo lo acontecido. Se hicieron con negocios importantes, comercio, energía, agua, además de potenciar escuelas y hospitales que, si bien no podían ser exclusivos para ellos legalmente lo eran en la práctica por el mal trato recibido a los lugareños. Su red de apoyos internos era fuerte, integrándose en las instituciones públicas, acordando con asociaciones empresariales y agrupaciones económicas. Tenían algún alcalde, varios concejales y bastantes dirigentes de asociaciones culturales, deportivas y vecinales que ejercían su influencia social. Cada vez se veían más carteles en inglés por las calles y se leían más publicaciones en ese idioma, que empezaron a mezclar con el andaluz y algunas expresiones antiguas, de tiempos de la ocupación de Gibraltar. Lo llamaban “gibraltareño”. Compraban tierras y creaban comunidades rurales, construían urbanizaciones autosuficientes e incluso, se lanzaron a reurbanizar antiguas aldeas casi abandonadas, dotándolas de tecnología punta, gracias a la fuerte financiación, y sistemas de seguridad y protección que garantizaran la “no injerencia” de la población autóctona. Sus compañías de seguridad proliferaron.
Los apoyos externos no eran menores pues, dotados de los servicios estatales y paralelos, la inmigración se potenció, llegando a números considerables, procedentes del mundo anglosajón, ya no sólo de Gran Bretaña, sino también de Canadá, India, Kenia, Australia, Sudáfrica, etc. todos unidos por el idioma y por su mayor o menor adhesión anglicana, pero sobre todo por la ilusión y creencia de haber encontrado su “tierra prometida”, su “sueño europeo”, su paraíso en la tierra. Anglicanos adinerados de otras partes del mundo apoyaban este movimiento y, sin ocultar el interés geoestratégico de Gibraltar, el sur de Europa y la cercanía al norte de África, animaban y financiaban todo lo que pudiera facilitar lo que llamaron su “derecho a la felicidad”.
Mientras tanto, la población andaluza se debatía entre quienes veían la llegada de estos “guiris” como una oportunidad de negocio, ya fuera porque les vendían más caro cualquier producto y servicio, o porque traían las tan ansiadas inversiones del exterior, y los que sospechaban que podrían llegar a desequilibrar las fuerzas en esta parte de Andalucía por la contundencia con la que iban ocupando espacios de decisión. Los andaluces beligerantes, en principio, dado el carácter
hospitalario de su cultura, no eran muchos, aunque a veces se veían pintadas de “Guiris go home”, algún comercio o empresa era atacada con roturas de cristales, boicot anunciado o hackeo de sus sistemas informáticos, nada importante ni que equilibrara la ola colonizadora de estos “turistas” extranjeros.
El asunto se tornó grave cuando solicitaron un estatus especial. Ya eran casi un tercio de la población del Campo de Gibraltar, convivían con la gente de la zona, hablaban su idioma “gibraltareño”, a la vez que el andaluz, iban a sus iglesias anglicanas, vecinas de las católicas y protestantes del lugar, constituían familias mixtas, tenían propiedades y control de buena parte de los recursos, pero no tenían la autonomía deseada. Gobiernos anglosajones del exterior empujaban a institucionalizar su identidad y sus entidades políticas, antagonizando con el “régimen tradicional” de corrupción, dejadez y flojera de los andaluces gibraltareños. Sus compañías de “seguridad” se paramilitarizaron, nacieron grupos de choque, potenciaron asociaciones de acción rápida y respondieron a todo lo que entendían como provocaciones, desde una huelga a un comercio de un anglicano a una ofensa a un turista británico. A pesar de que la vida cotidiana seguía su cauce, la tensión fue incrementándose, especialmente insuflada por intereses exteriores e interiores que buscaban fortalecer un punto de control en la región.
Y llegó la declaración unilateral de independencia, ocupando casi todo el Campo de Gibraltar. Izaron sus banderas azules con la rosa de los vientos en el centro, inventaron un himno, institucionalizaron su idioma particular y fundaron sus organismos de poder y, entonces, estalló la indignación de los gibraltareños de origen, de los andaluces y no andaluces que vivían en esas tierras desde tiempo inmemorial, de católicos y no tan católicos que se sentían agraviados, de colonizados frente a colonizadores. Hubo mucha violencia, se mezclaron rencillas personales con motivaciones políticas y religiosas, intereses de grupo y envidias históricas. Se buscaron apoyos de fuera, los gibraltareños anglicanos y los andaluces, unos de los países ricos dotados de lobbies fuertes y los otros de los países fronterizos que temían un estado anglicano en medio de su espacio euroafricano. Portugueses, castellanos, valencianos, marroquís entran en liza. Estalla la guerra y el nuevo estado gibraltareño, fortalecido durante décadas para este momento y apoyado fuertemente por Gran Bretaña y EEUU, gana el pulso y, además, extiende sus fronteras, ocupando más de la mitad de Andalucía, llegando a su capital, Sevilla.
Desde entonces, los estallidos bélicos se han ido sucediendo de uno y otro lado, aumentando el territorio del Estado de Gibraltar y sufriendo la población andaluza el asedio, la ocupación y el colonialismo con la connivencia de las grandes potencias. Los andaluces observan como invitados, como única opción, la dada por la ONU y sus desequilibrios internos de poder: algo más de la mitad para Gibraltar, con una población de un cuarenta por ciento, y algo menos de la otra mitad para los andaluces y su sesenta por ciento de habitantes. Los territorios también son asimétricos por su acceso al mar, disponibilidad de agua, tierra fértil, espacios de cultivo y facilidad de urbanización. Insisten en la solución: dividir Andalucía en dos estados, uno para los gibraltareños en su mayoría anglicanos y otro para los andaluces en su mayoría católicos y protestantes.
Las escaramuzas son permanentes, los muertos y heridos se cuentan por miles, aunque ocho de cada diez son andaluces, a los que se suman detenidos, torturados y cientos de miles refugiados. El Estado gibraltareño ha encerrado, en el aislamiento más absoluto, a la población andaluza como campo de concentración nazi. Además de explotarlos y esquilmar sus recursos, los atemoriza y bombardea, asesina a sangre fría, asfixia y roba sus bienes, mientras la comunidad internacional debate si el ejército ocupante tiene derecho a la autodefensa, si debe rogársele que deje entrar camiones con alimentos, agua o medicamentos que previamente se les ha retenido, quitado o quemado.
Si un bando atenta y asesina, el otro bombardea y comete genocidio. Si unos organizan milicias, el otro tiene uno de los ejércitos más sofisticados y destructivo del mundo. Si los países limítrofes involucrados sufren la presión y las continuas incursiones armadas, con sus miles de víctimas inocentes, los estados que apoyan a los anglicanos son los más poderosos. Se habla de guerra de andaluces y gibraltareños, pero se olvida que Gibraltar es también Andalucía. Se denuncia el terrorismo de grupos armados, pero se olvida que también es terrorismo el de un Estado. No es autodefensa, es ocupación. No es una guerra, es genocidio.
Viva Palestina libre.
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