La humanidad se viene preguntando desde sus inicios sobre el ser humano. Una de las más recurrentes es sobre su naturaleza: individuo o sociedad. Nadie discute desde hace siglos el carácter social del ser humano, aunque sí prosigue el debate sobre el alcance de la individualidad.
Y a esto han dedicado grandes esfuerzos los liberales, amalgama variopinta cada vez más desdibujada. No obstante, podría concitar acuerdo general señalar como principios básicos del liberalismo, entre otros, el individualismo, la propiedad privada. La libertad individual, la igualdad, el imperio de la ley, el constitucionalismo, la división de poderes y un poder político limitado.
La aparición del liberalismo, parejo a los inicios del capitalismo y desarrollado con éste, significa la configuración de un nuevo modelo político, dotado de discurso y cultura propias, en constante tensión entre la reivindicación del individuo, derechos y libertades, y la necesidad de un poder social que garantice la necesaria cooperación.
Pero a lo largo de su historia el liberalismo ha fluctuado, en función de las circunstancias —liberalismo clásico, liberalismo social o liberalismo conservador— entre una distinta concepción de la libertad —positiva o negativa—, una diferente consideración del derecho de propiedad —limitado o ilimitado— y un desigual papel del Estado —intervencionista en menor o aún menor medida—.
Sin embargo, desde finales del siglo pasado se ha puesto de moda un nuevo concepto, el neoliberalismo. De fronteras difusas, de dudosa fijación doctrinal, se viene alejando, cada vez más, de la referencia doctrinal de la que se reclama heredero, el liberalismo.
Apoyados en algunos de los principios básicos del liberalismo clásico —propiedad privada, libre mercado y libre comercio—, pero olvidando algunos otros de vital importancia y que configuraban igualmente la doctrina original.
La primera diferencia, y la más esencial, en mi humilde opinión, es la consideración del individuo solo como factor de producción —todos orientados hacia el mercado frente a los clásicos que se preocupaban del individuo de modo integral. Y esto es consecuencia de su absolutización del mercado y de la consideración del desarrollo económico como un fin en si mismo —segunda diferencia— y no como un instrumento de redistribución. Y su vocación por el mercado internacional frente a los mercados internos, además de movilizar capitales, generan desequilibrios en la distribución de poder por la que también se ven afectados los estados nacionales —libre circulación de capitales y mercancías—, a los que solo quieren conceder un papel secundario, estableciendo marcos jurídicos que favorezcan el mercado y proteja el desarrollo del sector empresarial privado.
El reducido papel que conceden al estado alcanza no solo a la privatización de las empresas públicas productivas, sino también a las que gestionan servicios públicos esenciales —agua, transportes, luz, educación, sanidad, etc.—. Quieren, en definitiva, ejecutar la paradoja de privatizar el interés público.
En tercer lugar, los neoliberales desaprueban los esfuerzos por la igualdad entre los seres humanos, proclamando sin ningún rubor que las diferencias sociales dinamizan la economía. Por esto confrontan directamente con las medidas de apoyo a los estados necesidad de la población más vulnerable. Y, en esta misma dirección, relativizan el valor de la democracia, no lo consideran un requisito sine qua non para la libertad económica. Basta recordar la Chile de Pinochet.
En definitiva, el neoliberalismo tan en boga se ha empeñado en dos cosas básicas: traicionar la doctrina original del liberalismo, mucho más preñada de conceptos éticos, por una parte, y, por otra, desmontar el estado de bienestar —salud, educación, pensiones y servicios sociales, como ejes básicos— nacido tras la segunda guerra mundial, el período de mayor crecimiento económico de la historia y durante el que se produjo el mayor nivel de redistribución en los países occidentales.
En nuestro país, comenzamos a sufrir los primeros zarpazos de este nuevo modelo económico que pretende imponerse. La supresión del impuesto de sucesiones o del impuesto de patrimonio —en algunas autonomías— curiosamente benefician a los que más tienen, mientras los asalariados continuamos con las mismas cargas. Y sin rubor alguno nos dicen, en nuestra cara, que lo hacen por nosotros. Han comenzado a desandar lo andado. ¿Podremos evitarlo?