Ya dejé señalado en la primera parte de este artículo que el neoliberalismo pretende consagrar la paradoja de privatizar el interés público. Representantes de las grandes corporaciones, rostro más agresivo del nuevo capitalismo, cuentan con el inestimable apoyo de los medios de comunicación, a los que controlan cuando no son directamente de su propiedad.
Sobre esto ya habló brillantemente Chomsky en sus Diez estrategias de manipulación, en las que además de constatar que a la ciudadanía se nos trata como a niños pequeños, nos alertaba de las maniobras de distracción (inundándonos de informaciones insignificantes al objeto de que pasaran desapercibidas las grandes decisiones que realmente nos afectaban), de la apuesta por mantenernos en la ignorancia y la mediocridad (detrayendo cada vez más recursos de la enseñanza pública para convertirla en inservible, incrementando así las diferencias entre esta y aquella otra que reciben las clases más pudientes) y el fomento de los aspectos emocionales como medio para reducir, cuando no anular, el análisis racional y el sentido crítico de los ciudadanos (pensar que un inmigrante sin papeles le quita el empleo a un nacional es un claro ejemplo de esto).
Pero otro aspecto muy interesante, también señalado por el intelectual norteamericano en el texto citado, es la manera en que se toman las decisiones para cambiar, de modo radical, las condiciones socioeconómicas de la mayoría de la población. Y dos son los instrumentos que destaca; diferir y gradualizar. Diferir para ir haciéndonos el cuerpo a nuevos esfuerzos económicos (“decisiones impopulares y necesarias” para el futuro), con la esperanza que finalmente no se hagan efectivos. Y la gradualidad que les sirve para que finalmente no se produzcan protestas o movilizaciones, y las aplican poco a poco, año tras año, hasta encontrarnos con una realidad, ya presente, en la que padecemos privatizaciones, precariedad, flexibilidad, desempleo masivo o salarios empobrecidos, entre otras cosas. Y este estado de cosas ha venido para quedarse, no es consecuencia de una crisis coyuntural.
Esta es la realidad en esta nueva República del Monopoly. Las tímidas transformaciones económicas iniciadas en la década de los ochenta del siglo pasado (originalmente una reforma del keynesianismo) se han transformado, durante los primeros años de la presente centuria, en un cambio estructural profundo.
La crisis de 2008 ha sido la guinda del pastel que les ha permitido consolidar este nuevo modelo. Y resulta paradójico que los voceros políticos de estas élites económicas proclamen cada día la necesidad de desregulación (estado totalitario que todo lo abarca) cuando precisamente la causa de la crisis económica señalada fue la desregulación.
Hagamos memoria. Los gobiernos norteamericanos de los años ochenta y noventa, del pasado siglo, se caracterizaron por una política de reducción de impuestos y aumento del gasto con el pretexto de que al bajar los impuestos se incentivaría la inversión y, como consecuencia, se incrementaría la recaudación. Y al mismo tiempo redujeron el papel del estado al impulsar una política de desregulación de los mercados.
Pero la desregulación de los mercados financieros, con la eliminación de las leyes que prohibían la combinación de banca comercial, banca de inversión y servicios de seguros o la eliminación de la autoridad la comisión encargada de regular el mercado de derivados, tuvo una conexión directa con la grave crisis de 2008. La reducción de los impuestos, el abaratamiento del dinero, y el estímulo crediticio a niveles desconocidos hasta entonces, especialmente en el ámbito hipotecario (subprimes a personas de bajos recursos y sin verdaderas garantías) fueron el caldo de cultivo para la explosión del sistema. Cuantas más viviendas se vendían, más subían sus precios, y estos altos valores justificaban nuevos créditos. Conscientes del riesgo, las empresas aseguraban las hipotecas, revendiéndolas en paquetes de deuda y traspasando los riesgos, sin que las compañías calificadoras pusieran el grito en el cielo. El resto es una historia bien conocida, quiebras de empresas, rescates estatales (para eso no les resultaba un monstruo voraz), bajos salarios, ejércitos de parados, embargos, desahucios.
Desde entonces, y a día de hoy, sobre el tradicional debate entre keynesianos y neoclásicos se superpone la verdadera porfía entre la economía financiera y de los intangibles y la economía de producción de bienes. La pandemia y la guerra de Ucrania han desnudado al nuevo capitalismo. La deslocalización y la hegemonía financiera y de los derivados han puesto de manifiesto las carencias de occidente. Las improvisadas respuestas ante las necesidades de materiales sanitarios para el Covid, las insuficiencias de suministros de las energías así como el incremento del coste de las mismas o la desnudez militar de la Unión Europea frente a la violenta agresión rusa sobre Ucrania, son buena prueba de ello.