¿No tienes la sensación de que vives en un eterno domingo? ¿No te recuerda un poco esta situación a la que experimentaba Phil Connors (Bill Murray) en Atrapado en el tiempo y aquel día de la marmota que planteaba este clásico del cine moderno? ¿Has perdido ya la noción del tiempo? ¿Te acuerdas cuando llegaba el lunes como un maremoto y tenías la esperanza de alcanzar la orilla del viernes? Eso ya no importa. Todos los días son lunes o todos los días son domingo, para el caso es lo mismo. Esta mañana he salido a la calle cuatro días después. Una fugaz visita a la farmacia que no me ha impedido disfrutar del rápido —por vetado— paseo desde el acuartelamiento doméstico hasta los escasos metros que lo separan de la botica.
Era mediodía y doblaban las campanas de la Iglesia de San Miguel con una fuerza insólita. Eran truenos resonando, levantando el espeso silencio que se respiraba en unas calles que eran como alguien familiar a quien hacía siglos que no veía. El silbido permanente de los pájaros y la fuente del Arenal con un agua derramada a borbotones tenían también un eco especial. Como si alguien hubiera subido el volumen a todas esas cosas que siempre están por aquí, pero que raras veces nos detenemos a escuchar. Ha sido sobrecogedor. Bello y terrorífico a la vez. Ha sido como estar en el presente, pero en una época pasada. En un pueblo remoto que ahora regresa más fantasmagórico que nunca. Un operario con aire preapocalíptico limpiaba las calles con productos fitosanitarios. Los establecimientos, recogidos. El bullicio, callado. La nada.
Me he encontrado con un colega de la prensa. “Ahí voy, tomándole el pulso a la ciudad”, me ha dicho tras saludarme con la debida distancia de seguridad. Ya ves, me digo, hace poco más de una semana compartíamos mesa, mantel y abrazos. Lo que tuviera que ser ya estaba dictado en ese momento. Pero me he parado a pensar en lo de tomar el pulso a una ciudad sin pulso, en esa toma de contacto con la ciudad larvada, con la ciudad confinada.
Y luego, entre el estruendo de las campanas y la delicadeza del sonido ambiente modulado por los pájaros, he pensado que era algo casi de física cuántica, de teoría de cuerdas. Estaba allí en ese momento, pero en realidad estaba en otra época, o en otra dimensión paralela. Como si todo fuese un sueño que ya tuve. Volverá el ruido de lo cotidiano y se silenciará de nuevo lo que siempre estuvo aquí. Y aunque la memoria sea frágil, no olvidaremos nunca ese preciso instante de cuarentena en el que durante unos segundos estuvimos sin estar. Un día que era como si siempre fuese domingo. Por cierto, acabo de darme cuenta de que por primera vez en muchos artículos no he escrito la palabra maldita. Adivina cuál es.
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