No, Ana, la culpa no fue de la manifestación del 8M. Tampoco, aunque te gustaría reprochárselo, del mitin de Vox en Vistalegre. Ni siquiera de todos los partidos de fútbol que se celebraron también aquel domingo en estadios rebosantes de gente, con cientos de personas volviendo a sus casas en vagones de metro funcionando a pleno rendimiento como si fuera hora punta…
La culpa tampoco es del Rey Emérito, ni del hijo, el Reyecillo que lo llamaba tu padre, por más que el otro día gritaras desde el balcón agitando la cacerola como si no hubiera un mañana, aprovechando de paso para desahogar tu ansiedad de mujer confinada.
La culpa no es de Pedro Sánchez, ni del Coletas, ni de la vicepresidenta, ni de Casado ni de Arrimadas, ni del Torra, ni del Bruce Willis que quiere echar a pelear sus anticuerpos patriotas con los malditos virus orientales…
La culpa tampoco es de Amancio Ortega.
No te envenenes, Ana, no hay culpables. No leas en Facebook a quienes se dedican a insultar, a “destapar las verdaderas verdades”; si es un buen amigo o amiga deja de seguirlo una temporada, no te hace bien. Olvídate del Twitter. Si antes ya te angustiaba, ahora es un puro pozo de ira, rencor y odio. Antes de lanzar una piedra o una idea increíble sobre esa conspiración secreta que se te ha ocurrido a ti y a nadie más, párate y piensa qué aportas, de qué sirve a los demás tu alarde de inteligencia superior, qué gana la humanidad con tu delirio. Si tienes una buena idea, lánzala, pero no a posteriori. Desecha los audios apocalípticos del cuñado enfermero de tu prima que profiere insultos contra los políticos, raciona el guasap, mira el telediario solo una vez al día, preferentemente un telediario sobrio, sin grandes aspavientos, huye del amarillismo como del mismo virus, no te aporta nada, te aturde, te quita el aire…
Ya sabes lo que hay, ya lo sabemos todos, no nos lo tienen que repetir a gritos los agoreros: los hospitales están colapsados, la gente muere, los profesionales, agotados y sin medios, tienen que decidir a quién intentan salvar y a quién no, todavía no hemos llegado a lo peor, todavía no sabemos siquiera cuánto tiempo tendremos que estar aquí, ni sabemos qué va a pasar con el curso escolar, ni con las empresas que están (estamos) suspendiendo la actividad, quién va a pagar (o no) todo esto, qué va a ser de nosotros…
Rechaza los pensamientos negativos. No sirven para nada, PARA NADA.
Quédate, Ana, con quien tiene una sonrisa en medio de la incertidumbre. Con quien tiene un gesto humano de compresión con aquello que no comprende. Con quien guarda la ira y saca el alma, con quien respira y espera. Respira tú también. La culpa no es de nadie. Lo que ha sucedido, ha sucedido. Abandónate a lo que es. Resígnate. Observa. Mira. Aprende. Vive esto. ¿Cómo es tener tiempo para escucharse tanto? ¿Cómo es darse cuenta de que tanto afán y tanta lucha diaria en nuestra anterior vida tampoco nos llevan mucho más lejos de donde estamos ahora, entre estas cuatro paredes de nuestro propio pensamiento? ¿Cómo es encontrarte contigo misma, a cada paso, en todas las habitaciones de la casa, una y otra vez? Déjate estar en este absurdo, no más absurdo que lo que antes tenías; haz videollamadas, brinda con los amigos. Busca la bondad de lo que te rodea, hay mucha gente que está sacando lo mejor de sí, sal al balcón a las ocho y aplaude, aplaude al mundo y a cuanto de bueno hay en él, que lo malo no te deprima, que la cara oscura de las cosas no te hunda. Sé práctica, Ana. Lo más importante, ya lo dijo el militar ese el otro día en el telediario, es tener moral de victoria.
Cuando todo esto pase, con un poco de suerte, no seremos los mismos. Y a lo mejor podremos comprender un poco más, con las carnes, los otros dramas que nos llegan a diario desde tantos sitios del mundo.