Estamos acostumbrados a que en ocasiones la realidad pueda superar a la ficción, ya lo vimos cuando un virus terrible fue capaz de cambiar para siempre nuestras vidas o quizás nuestra forma de entender la normalidad de la vida. También en algunas ocasiones hemos visto que lo apocalíptico puede dejar de ser excepcional para convertirse en rutinario. También por desgracia la imagen de gente que camina con la mirada perdida y con el peso de las ilusiones extraviadas se ha hecho cada vez más frecuente de la mano de los grandes conflictos humanitarios que las guerras provocan.
Pero no fue ninguna guerra lo que ha traído a mis ojos esa imagen terrible, gente que camina con la mirada perdida y el cuerpo exhausto como esas columnas de refugiados que acostumbramos a ver en las zonas en conflicto. Ha ocurrido aquí, a nuestro lado y a nuestra gente. Pensaba ya que a fuerza de tiempos vividos el hecho de que un nudo atenazara mi garganta mientras las lágrimas amenazaban con derramarse por mi mejilla era simplemente un exceso sentimental propio de aquellos momentos en los que la experiencia vital todavía no había acabado con la capacidad para sentir en su más profundo significado.
Pero estos días últimos mientras contemplaba el apocalipsis convertido en trágica realidad no he podido evitar el nudo en la garganta y la lágrima en mi mejilla ante la contemplación de quienes lo han perdido todo, algunos incluso la vida el más preciado de todos los bienes. Y también cómo la bondad humana, más allá de la crispación social en la que nos hemos acostumbrado a vivir, despliega lo mejor de cada uno para ayudar e intentar consolar a quienes perdieron familiares, viviendas y otros muchos bienes. Cierto será que habrá ayudas, compensaciones de seguros para quienes los tenían contratados, obras de emergencia para reparar las calles donde todas esas personas se habían criado, pero nada ya será igual porque el agua arrastró las experiencias vitales de todos ellos para convertirlas en paraísos perdidos a los que no está permitido volver.
Y aunque soy capaz, como la inmensa mayoría, de sentir las tragedias ajenas como propias, en este caso resulta aún más lógico porque conozco bien buena parte de esos pueblos y ciudades que quedaron bajo las aguas durante horas. Durante la década de los 60 del siglo pasado un buen número de vecinos de mi pueblo marcharon hacia el levante español y más concretamente hacia las poblaciones del cinturón de la capital valenciana. Hoy en día entre los que emigraron y sus descendientes puede haber algo más del millar de paisanos entre Torrent, Paiporta, Alacuás, Aldaya… hasta el punto de que en mis primeros tiempos como alcalde llevamos a cabo un hermanamiento con la ciudad de Torrent que nos permitió recuperar y profundizar la relación con nuestros paisanos y con quienes les habían acogido.
Quedan momentos difíciles, cuerpos por recuperar, vidas rotas que recomponer, porque nada ya será igual, y es ahí donde se precisa de lo mejor de cada uno de nosotros para ayudar a hacer soportable el dolor de los afectados. Todo lo demás habrá tiempo para hablarlo y discutirlo porque igualmente doloroso es el pillaje político que hemos vivido este jueves pasado, todo se andará cuando ya no tengamos la mirada perdida.