En un mundo tan globalizado, absorber culturas y fiestas ajenas, en nuestro contexto local, está de moda y eso me gusta, aun así, existen personas tocadas con el dedo de Dios, que huelen sólo a Jerez. Todavía, por suerte, quedan cosas que por más vanguardias y variaciones que traiga el viento, no se trastocan. Y esto no es una apología a la pureza, mal entendida, si bien ésta ha de ser valorada por lo que nos trae de la niñez, en esa zona de confort. La pureza a muchos nos da ya un poco de pereza, en algunas cuestiones. Aferrarse a no cambiar porque sí, sin dar explicaciones, nos derrota entre las rocas, pero cuando el mar es factible a las modas que pueden aportar y llevan sustancia. Hemos de claudicar. Todo evoluciona.
Pero lo de Dieguito es otra cosa, es atemporal, podría haber bailado al son de Terremoto con las gentes del matadero en el Bar Volapié por un cantante de Hip Hop negro en el Harlem, si se empeña. Es saber que vas a probar el elixir del baile en cada soniquete. De sobra es conocida su estirpe y si su madre ya bailaba para romperse la camisa, como hacen los gitanos cabales, él se reinventa, dentro de lo puro, en cada instante. Dicen que el código genético está predispuesto a cambios si tras un periodo te empapas de sufrimientos u otro tipo de vivencias que sean intensas y extremas. Pero con el baile de Diego Garrido Valencia se culmina una excepción. Con cierta sorna me atrevo a decir que un sueco tras cuarenta años de academia y ochos horas diarias de ensayo jamás transmitiría tanto, ni él ni sus generaciones posteriores. Aquí me atrevo a hablar de raza. De manteca colorá.
Sus manos, sus piernas, el sentido que le da a las vueltas en el sitio, casi parado, y la cadencia cuando reclama valiente el cante es inquietante, diría que místico y misterioso. Sin necesidad de sobresaltos exagerados o piruetas. Ya le canten por la Plazuela o por Santiago, ya la Bulería entre más por cuplé o sea más rancia, se adapta. Como un animal en perfecta simbiosis con su entorno. Es un depredador del cante, la guitarra y de las palmas. Las absorbe, las degusta y las transforma para el disfrute de todos.
Me inclino, siempre aplicando mi limitada lógica, a no creer en Dios, pero tampoco soy capaz de negar su existencia cuando este tipo de artistas se expresan. Porque más allá de que seamos un puñado de materia, de átomos en conexión, esto tiene un toque de inexplicable que me impide ser del todo ateo y mirar las cosas con un prisma científico. La necesidad antropológica de crear arte en un modo tan extremadamente bello me es difícil de asimilar.
O empezamos a dar el sitio a lo que es realmente bueno o los escenarios se nos llenarán de cosas sin sustancia. Deben estar reservados para las estrellas. Dieguito de la Margara se entrega en cada fiesta, y con igual compostura y empaque lo podría hacer en París, Moscú, Tokio, en el teatro real o en nochebuena rodeado de los suyos. Por desgracia la remuneración para las cosas tan localistas, aunque el flamenco sea ya patrimonio de la humanidad, no es suficiente. Señores, si pasan por Jerez y tienen suerte, degusten de su danza. Porque Diego no baila, danza. No sé que tiene este triángulo que va desde la campiña a Cádiz y en Morón y Utrera empieza a disolverse, pero Diego es pura uva Palomino en tierra albariza. Un amontillado que ya tenemos que empezar a cuidar.