Hace unos meses estuve visitando varias residencias de ancianos para llevar a mi madre. En una de ellas conocí a una señora monja, psicóloga y trabajadora de ese centro que nos contó algo al grupo que fuimos a la jornada de puertas abiertas, que me dejó impresionada. Llevaba varios años trabajando con ancianos y estaba fascinada por la demencia, decía que había algo en ella que le resultaba absolutamente bello y digno. Estaba haciendo un máster de nombre complicado y se dedicaba a estudiar el comportamiento del ser humano a través de los ojos de aquellos que parece que están pero no tanto.
No entendí demasiado o tal vez no quise pararme a entender, ocurrieron muchas cosas durante aquellos meses y mis conexiones neuronales estaban centradas en demasiadas tareas como para preocuparme de algo que se me antojaba de una trascendencia tal que rozaba lo ridículo.
Pero ha pasado el tiempo, mi madre pudo entrar en otra residencia y aquella monja aparece por mi cabeza cada vez que voy a visitarla. En pocos meses su deterioro neurológico ha sido enorme, hasta el punto de que hoy por hoy entiendo perfectamente la dignidad de la demencia.
Hay algo muy digno en el nuevo movimiento de sus manos, en su pelo canoso, en el olor a colonia, en sus ojos perdidos. Acaricia, mira y siente a su manera, una forma que me resulta nueva pero familiar porque sigue siendo mi madre, y donde se nota la aceptación y el descanso. La rendición, probablemente.
Hay un punto regio en esos cuerpos sentados en la gran sala de estar, a veces tumbados y otros doblados, como de soldados de vuelta de la lucha. En sus charlas de frases inconexas se atisban recuerdos y deseos, echar de menos, cuidar de más. En esa sala se viven mil historias cada día de dentro hacia dentro en esas cabezas canosas con suerte, calvas si no; y solo a veces, si te paras a escuchar, te las cuentan. Tú, que se supone que eres la cuerda, no entiendes nada pero intuyes que de alguna forma hay lógica dentro de lo ilógico.
Ahora entiendo que esa monja se paraba a mirar, escuchar y sentir. Esa señora sabe más que el resto que huye de todo lo que no sea común y lógico. Y aunque es duro saber que la falta de memoria nos afectará con mucha probabilidad, ahora que también sé algo sobre vivir de otra manera gracias a mi madre y a su nueva familia, ya no me da tanto miedo entender que llegará un momento, en el mejor de los casos de nuevo, que necesitaré de alguien que se atreva a ver la dignidad en mi cuerpo y mis maneras. Y si no, no me importará porque estaré pero no.
Mientras llega la rendición seguiré aprendiendo de estos guerreros, maestros de la paciencia, juncos que como dice la canción, se doblaron pero siguen estando en pie.
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