La entrada de España en la Unión Europea, en 1986, ocurrió en paralelo a un proceso de privatización comandado por los primeros gobiernos de Felipe González y rematado por José María Aznar. Un asunto espinoso desde un punto de vista ideológico si se simplifica el asunto. La Unión es una organización internacional de integración, es decir, una en la que los estados ceden a un ente común una parte de su soberanía, y donde todos comparten ciertas reglas.
Para entender las razones de los padres fundadores de la UE, Jean Monnet y Robert Schuman, los ideólogos de un sistema novedoso y único, Europa venía de dos guerras mundiales y se enfrentaba al crecimiento de la Unión Soviética como una amenaza para las democracias. Era la Guerra Fría. Y la mejor fórmula para evitar que se repitieran enfrentamientos entre estados, nada mejor que un mercado común, generar interdependencia comercial, para romper con la dinámica de la guerra y las suspicacias.
Por eso, si España quería ser parte de aquella organización que auguraba cierta prosperidad, si quería ser parte de una entidad mayor, debía asumir ciertas reglas. Una de las más importantes de índole macroeconómico es que no puede haber grandes compañías de capital público financiadas a pérdidas por el Estado.
Muchos países han contado históricamente con empresas públicas en los llamados sectores estratégicos: hablamos de transporte, telefonía, energía... Cuando en los años 50 y 60 España iba desarrollando a su ritmo una red de aeropuertos y trataba de atraer al turismo, había que realizar inversiones para las que apenas había empresas privadas preparadas. Y como era una apuesta estratégica del franquismo, fue el Estado quien reforzó las conexiones internacionales.
A la vez, estar en Europa significaba que España no podía romper el mercado. Dos aerolíneas están siempre llamadas a competir entre ellas. Si son privadas, ofertarán sus servicios con el horizonte de obtener beneficios y eso las convertirá en sostenibles -teóricamente-. Si una es pública y otra privada, para mantener la industria en el largo plazo, un Estado puede distorsionar el mercado, ofrecer billetes de avión a pérdidas, y provocar la caída de la empresa privada. Eso, de forma muy resumida.
Por lo tanto, las marcas históricas del siglo XX en España fueron convirtiéndose en privadas. Telefónica, Iberia, Endesa o Seat son algunas de las más importantes. Algunas empresas públicas se mantienen, pero bajo estricto control. Los astilleros son de capital público, pero España puede recibir sanciones si no actúa de forma competitiva y en igualdad ante el resto de astilleros privados, sean españoles o europeos.
Esta semana, STC Group, un fondo de inversión participado principalmente por el estado de Arabia Saudí, ha comprado el 10% de Telefónica. A la vez, el máximo dirigente de Volkswagen anunciaba que están repensando el uso de la marca Seat, una marca de alto componente emocional y un ejemplo histórico de la época del desarrollismo. Iberia es medio española y medio inglesa... oficialmente, porque el máximo accionista desde hace casi una década es un fondo qatarí.
La teoría dice que, cuanto más intereses cruzados haya entre dos países, más improbable es un conflicto armado. Esa es la visión de quienes fundaron la Unión Europea. La entrada de capital árabe deberá ser aprobado en negociaciones y procesos que a menudo se producen a puerta cerrada.
Lo cierto es que España, para poder estar en Europa y en su mercado, asumió hace tiempo que muchos de sus símbolos patrios irían diluyéndose. La compra del 10% de Telefónica no tiene por qué notarse en el día de la factura, ni en qué contenidos ofrece Movistar. Nada más que abnegarse, porque Telefónica, Iberia, Endesa o Seat hace tiempo que no son las que tiran de la economía española. Lo lamentable, quizás, es que el ciudadano ha ido perdiendo derechos y poder adquisitivo. Otra pregunta es cómo se realizaron los procesos de privatización de grandes compañías, de bancos, etc. Pero eso es otro artículo.
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