Hoy hemos recuperado el hábito de jugar al ajedrez. Un vasco contra uno de mis hermanos quiteños. Aunque nos pusimos al revés el papel. Él comandó a las huestes coloniales, y yo a las mesnadas incas. Sobre un hermoso tablero pintado a mano, así como las piezas. Las llamas haciendo las veces de caballos. Mis reyes con el símbolo del sol y de la luna. Los de él con la corona y el trono de Castilla.
Tanto el tablero como las piezas fueron uno de mis regalos de cumpleaños el 18 de julio de 2011, cuando aún vivía en la Amazonía ecuatoriana por razones profesionales. Aunque cabe confesar que siempre tuvo un valor más ornamental que útil para las estrategias del cerebro. No por menosprecio, sino porque no tenía nadie con quien jugar, y considerando que mi novia de aquel entonces me conocía tan bien, que sabía que un tablero de ajedrez cobraba tanto significado para mí como una guitarra Chiliquinga para Camarón de la Isla.
El tablero siempre estuvo expuesto con sus piezas en orden, sobre la mesa. Los unos observando a los otros y viceversa. A los ojos. Ojos blancos contra ojos andinos. Como si no tuvieran otra cosa que hacer que plantearse una conversación inocua sobre los siglos transcurridos. Pero sin ir más allá de esa mirada fiera. Era curioso verlos. Tanto más sentarse a dialogar con ellos. Mediar entre ambos extremos. Contarles que yo nací al otro lado, que hice gran parte de mi vida aquí por elección propia y que, finalmente, hice mi particular partida de ajedrez con los sentimientos, resultado de lo cual soy el que habla con ellos, y me refiero sobre todo a la inutilidad de resentimientos y discursos donde todavía se tiran tantas piedras como quieran.
De ahí se desprende la belleza del ajedrez. Un combate que en el fondo es un diálogo con el oponente, y se resuelve de forma constructiva. Quién gane o quién pierda es algo que no me importa. A sabiendas de que cuando vivía en Madrid, tenía otro ajedrez andino más pequeño y mucho más usado. Lo curioso es que mi oponente era una mujer de nacionalidad rumana y se tomaba como algo personal eso de resolver la partida de uno u otro lado. Capaz que si yo perdía todo iba bien, y si ganaba me aseguraba una somanta de palos y un manteo como los de Sancho Panza en aquella venta, donde don Quijote se marchó sin pagar y el pobre escudero tuvo que pagar en sus propias carnes semejante aspaviento.
Finalmente, ese ajedrez tan bello me parece la metáfora perfecta de mí mismo. Yo soy esa línea equidistante que parte en dos la cancha del supuesto enfrentamiento entre dos continentes que se dan la mano conmigo. Alea jacta est.