Cuando un viejo árbol empieza a perder ramas, ya sea por el peso de las hojas que desarrolló excesivamente en tiempos de bonanza, ya sea por la podredumbre que invade su corteza y sus raíces, el jardinero puede lamentarse por no haberse dado cuenta a tiempo de las señales del deterioro (seguir leyendo).
Cuando un viejo árbol empieza a perder ramas, ya sea por el peso de las hojas que desarrolló excesivamente en tiempos de bonanza, ya sea por la podredumbre que invade su corteza y sus raíces, el jardinero puede lamentarse por no haberse dado cuenta a tiempo de las señales del deterioro. Y puede maldecirse por no haber tomado a tiempo las medidas para evitar tal degeneración. Y puede llorar sobre el árbol, mientras poda amorosamente sus ramas y combate los hongos con determinación, intentando rejuvenecerlo en vano.
Pero una vez caído el árbol, el jardinero tranquilo queda deslumbrado por la luz que inunda de nuevo el jardín. Y admirado por la manera en la que los jóvenes árboles y los arbustos compensan generosamente la pérdida, reconfigurando el entorno, comprende que los signos de muerte que advirtió en el viejo árbol eran en realidad el indicio de que el cambio ya estaba en marcha.