Salir de la burbuja urbana y adentrarse en la España profunda se vende como un ritual sanador. Sales del ruido, de los atascos, del estrés y accedes a un mundo idílico de conexión con tu yo más ancestral, con tu yo más profundo y entras en un estado casi místico de paz imposible de alcanzar entre ríos de hormigón y asfalto. También es cierto que el selfie perfecto entre alcornoques con unas botas del Decathlon y un impermeable —aunque haga sol— puede ofrecer en tus redes sociales unos cuantos likes más para engordar aún más tu narcisismo.
Tú, el aventurero, el Frank de la Jungla de tu bloque de vecinos, el campero por excelencia de tu oficina, el que va a sanar sus chacras abrazando encinas. Tú, el que va al campo con una imagen preconcebida de oasis propio, colocando en esa fotografía cada elemento que considera “bello” para volver de tu escapada rural hecho un hombre nuevo. Pero fuera de los límites de la cámara y de ese pedacito de paraíso artificial están las historias de nuestros abuelos, las huellas de quienes hicieron los caminos, pastores, agricultores y problemas a los que se enfrentan quienes labran la tierra. ¿Quién nos cuenta la realidad que están sufriendo nuestros pueblos? ¿Quién escucha a los agricultores que siguen manifestándose a lo largo de todo el país?. Hay que bajarse de la nube urbanita y paternalista y que sean quienes lo sufren en primera mano quienes definan y conceptualicen sus problemas.
La imagen bucólica edificada para satisfacción de quienes buscan un turismo rural, se aleja mucho de la realidad de nuestros campos. La falta de derechos de quienes tienen sus manos llenas de fango hace que haya quienes definan a los jornaleros y temporeros como los “nuevos esclavos de Europa”. Es habitual las condiciones laborales nefastas, las jornadas de sol a sol o los salarios y alojamientos de miseria. Hace pocas semanas, Rocío Blanco, consejera de Empleo de la Junta de Andalucía, se sorprendía y decía que no entendía “que se tenga que recurrir a migrantes para recoger la fresa con nuestra tasa de paro”. Quizás sería conveniente recordarle a la Señora Blanco las condiciones denunciadas por las temporeras migrantes donde se destacan los abusos de los manijeros y empresarios, las condiciones de insalubridad en las que viven, chantajes y salarios con lo que apenas pueden subsistir.
Quizás como consejera de Empleo sería más óptimo centrarse en mejorar las condiciones laborales y de seguridad de quienes trabajan en la tierra y no instar a los andaluces y andaluzas que renunciemos los derechos peleados y que perdamos la poca dignidad que nos queda. La falta de control y las irregularidades hacen que trabajar más de lo estipulado, cobrar la jornada a un precio menor que el fijado por los convenios territoriales o trabajar “a destajo” haciendo que las jornadas se alarguen hasta doce horas sin cotizar ni la mitad del tiempo, se convierta en la norma.
En España en general, pero en Andalucía en particular, sumamos un problema más al olvido de este sector: la situación desesperada del olivar. El precio en origen del “oro líquido” llegó a bajar un 44% en apenas año y medio, lejos del umbral en el que el agricultor comienza a obtener beneficios. Esto de debe a diferentes motivos. En primer lugar, la superficie de olivos ha aumentado debido a la crisis de otros cultivos como el del trigo, lo que ha provocado un récord en la producción y, por lo tanto, un abaratamiento del mercado. En segundo lugar, la política revanchista yanqui de los aranceles de un 25% al aceite español impuestos por el señor Trump.
Y en tercer lugar, a esto hay que sumarle la invasión y reproducción de fondos de inversión que están comprando miles de hectáreas desencadenando un cambio del modelo tradicional y sostenible, que genera riqueza y fija población, a un modelo de cultivo intensivo y superintensivo, con unas consecuencias climatológicas mucho mayores, pero más rentable para unos pocos ya que el beneficio deja de revertir en los pueblos al trasladar los recursos fuera de las comarcas aceituneras. El modelo centenario de producción de aceite está en grave peligro por la aplicación de la “ley de la selva” que acaba con que el pez grande se termina comiendo al pez pequeño.
A lo largo de la cadena alimentaria que va desde que se recogen los productos hasta que nosotros vamos al supermercado y los compramos es el productor quien recibe un precio mínimo e injusto. La diferencia entre lo que recibe el productor y lo que recibe el destino supera en la mayoría de las ocasiones el 500%. ¿Quién está perdiendo en este cambio? ¿Quién se está enriqueciendo? ¿Quién se está arruinando?. Los pequeños y medianos agricultores, quienes protegen nuestras especies y luchan contra la despoblación de nuestra “España profunda”, son quienes sufren la desregulación del mercado. El oligopolio alimentario mientras tanto sigue conquistando hectáreas y acaparando recursos naturales.
Este sistema no beneficia a quien produce, sino a los dueños de las tierras por lo que la mayoría de las subvenciones públicas acaban siendo coleccionadas por los latifundios y señoritos, como el duque de Alba, que durante siglos han estado explotando a los trabajadores. Proteger el campo no sólo es fundamental dentro del contexto de crisis climática en el que nos encontramos, también para proteger nuestra economía y nuestro “rural”. La despoblación hará que el conocimiento popular transmitido de generación en generación vaya perdiéndose y nuestras tradiciones y folklore popular, conservados con mimo en nuestros pueblos, vaya desapareciendo lentamente.
Si no ponemos soluciones a esta especie en peligro de extinción, si no trazamos políticas públicas pensadas por y para quienes trabajan la tierra; el campo y sus trabajadores desaparecerán y dentro de pocos años tan sólo conoceremos ríos de hormigón y asfalto junto a grandes industrias agrónomas intensivas. Dentro de poco no podréis sanar vuestras vidas urbanas estresadas. Dentro de poco las botas del Decathlon tan solo os servirán para parecer más alternativos mientras únicamente pisáis carretera. Dentro de poco, si no se busca una solución rápida y eficaz, mi pueblo, nuestros pueblos, se pudrirán —o los fondos de inversión los engullirán—.