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Si lo que pretendían era hacerse oír hay que reconocer que lo han conseguido con creces. En este sentido, en principio, chapó por quienes diseñaron la campaña. No sé cuántas veces ha salido el dichoso autobús de los penes y las vulvas en todas las cadenas televisivas, ni los ríos de tinta y saliva que se han desbordado con este asunto (estas mismas palabras que ahora escribo ponen una postrera gotita). Aunque la verdad es que tampoco tiene demasiado mérito hacerse oír cuando todo vale y no hay que atenerse a ningún código ético. No hay más que faltar descaradamente el respeto a cualquier colectivo, o tocar ciertos asuntos tabú —o sagrados— para que al menos la parte de la población que los siente como tales salte como una billarda, o como si les hubieran mentado a la madre que los parió, exigiendo que las autoridades censuren a los deslenguados, al tiempo que estos buscan amparo bajo el paraguas de la libertad de expresión. Pero si lo que los promotores de la infame campaña pretendían era dividir a la sociedad, su fracaso ha de considerarse poco menos que estrepitoso si tenemos en cuenta la reacción de rechazo casi unánime —desde los sectores más conservadores a la izquierda más radical—, con lo que además ha quedado en evidencia su soledad y marginalidad social.

Pero estas unanimidades son raras en España. Lo habitual es que para hacernos oír y conseguir notoriedad los españoles recurramos al gran deporte nacional, al que llevamos jugando por lo menos desde los tiempos de Viriato, y que no es el fútbol, no, sino el arte de meterle al otro el dedo en el ojo. Un arte que los españoles dominamos a las mil maravillas, y que el entrenador de fútbol Mourinho —portugués, y por tanto tan lusitano e hispano como Viriato— escenificó como nadie en aquel inolvidable Madrid-Barça, con el Camp Nou a rebosar y el malogrado Tito Vilanova como víctima, y con millones de personas viendo por televisión aquella patética escenificación de las esencias nacionales.

Quienes sí han conseguido dividir a la sociedad española, metiéndole el dedo en el ojo a los católicos, pero también a quienes aspiramos a vivir en una sociedad en la que impere el respeto, son los que protagonizaron el numerito blasfemo en el carnaval de Las Palmas; o el concejal ese de El Puerto que casó a una pareja disfrazado de cura y con la bufanda del Barça a modo de estola. Tales escenificaciones, lo mismo que la campaña de las vulvas y los penes, no sé si pueden considerarse delitos de incitación al odio como algunos pretenden —asunto que tendrán que dirimir los Tribunales de Justicia—, o si habría que penalizarlas por tratarse de transgresiones tan poco imaginativas, tan groseras y facilonas. Pero en cualquier caso se trata de actos que consiguen el objetivo de desatar la ira y sembrar la discordia entre los españoles, y ponen en evidencia que el gran problema nacional no es político ni económico, sino de Educación. Así, con mayúscula.

“Libertad sin ira” fue el lema y la canción que puso fondo musical a los tiempos de la Transición, tras la muerte de Franco. Y es que los españoles que sufrieron la Guerra Civil, el hambre y la represión de la posguerra, y la larga dictadura militar, sabían que junto a la envidia es la ira el otro gran pecado capital que hace salir al español terrible que todos llevamos dentro, protagonista de tantos enfrentamientos civiles en los dos últimos siglos. Pasados aquellos años excepcionales de la Transición, en que los españoles supimos perdonar y trabajar juntos para construir un futuro en paz y libertad, de nuevo cobran protagonismo los "mouriños" de siempre, prestos a desatar la ira de quien piensa diferente a base de meterle una y otra vez el dedo en el ojo.

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