La exaltación del amor romántico tiene un momento cumbre en los habituales videomontajes y presentaciones durante la celebración de una boda.
En estas semanas he asistido a dos bodas. Una por semana. Amigos a los que tengo mucho aprecio han decidido casarse, y el desarrollo de ambas bodas ha tenido, aún con sustanciales diferencias, guiones parecidos. Entre los de mi generación, muchos de los amigos que se casan o nos hemos casado hemos aspirado a hacerlo de una forma no convencional. Cuántas veces he escuchado, y dicho yo mismo, aquello de… “yo no sé si me casaré, pero si algún día me caso, voy a pasar de tantos rollos y lo voy a hacer a mi manera. Mi boda va a ser DIFERENTE”.
La realidad es que la mayoría de bodas son casi iguales. A muy pocas bodas no convencionales he tenido el gusto de asistir. Aunque muchos nos hayamos sentido alternativos por renunciar a esta o aquella costumbre absurda, al final hemos de reconocer que el peso de la tradición cae sobre nuestras cabezas y nos anima a seguir caminos bastante trillados. En ambas bodas, como en todas, se trataba de celebrar la Gran Fiesta del Amor. Como debe ser, claro. Es emocionante empatizar con esa novia que llora, con los padrinos exultantes, con ese novio que sonríe sin parar a todo el mundo, y que parece que en cualquier momento va a olvidarse de gambas y langostinos y se va a lanzar sin pensarlo a devorar a su amada, a la que mira con verdadera devoción entregada.
La exaltación del amor romántico tiene un momento cumbre en los habituales videomontajes y presentaciones. En algunos casos, puedes llegar a ver dos o tres. Se apagan las luces, echas los restos de la tarta a un lado, te giras hacia esa increíble pantalla que se abre y que está deseando mostrarnos a los novios en todo tipo de situaciones amorosas, a veces absurdas, a veces divertidas… En esos momentos mi memoria visual se activó, y mezcló esas preciosas imágenes con otras muy distintas. Mi retina, caprichosa y tozuda, conservaba aún vivas otras proyecciones. Es casualidad, pero en un corto intervalo de tiempo he recibido en consulta hasta tres casos en los que la demanda principal tenía que ver con una separación. Creo que no hace falta decir que las separaciones, incluso las más amistosas de las amistosísimas separaciones, son dolorosas.
He visto la frustración y el agotamiento en unos párpados cansados, me he encontrado con la ira chispeando en unas manos que se mueven en el aire, he escuchado palabras, cientos, miles de palabras de incomprensión, he contemplado puños de impotencia, he sido testigo de silencios de auto-inculpación, reproches como lanzas, el sordo veneno de la mentira, y lágrimas de pena, mucha pena… Y de pronto, como si asistiera a la entrada y salida de un espectáculo, he visto ante mis ojos a los actores de la película del amor, entrando y saliendo por puertas diferenciadas: los que van, contentos y pletóricos; los que salen, tristes y aniquilados. Con la total certeza de que los que ahora salen, en su día entraron tan radiantes como los que están haciéndolo ahora. Quizás sin vídeos, pero con la misma ilusión y exaltación del amor romántico.
El terapeuta se pregunta: ¿Qué pasó en la cámara oscura del amor? ¿Qué ocurrió en ese intervalo incierto de la vida interna de una pareja amorosa? ¿Cómo puede ser tan destructivo algo que unió y definió tanto a dos personas? ¿Cómo el amor, cuando se celebra porque se siente, es magnífico y extraordinario, y cuando se liquida saca a relucir las peores miserias del ser humano? ¿Qué me he perdido de esta historia? ¿Cuál es el eslabón perdido del amor?