Cielo gris, lluvia intermitente. El clima se ha levantado del mismo humor que yo, al igual que anoche al salir de casa a tomar algo se mostraba sorprendentemente agradable, bajo el abrigo por supuesto, al compás de mi ilusión por reunirme finalmente con mis compañeros del turno de tarde, con horarios más complicados para coincidir.
Berlín es muy oscuro, o al menos la zona por la que me asomé al salir del metro sobre las 22:00. Tenía tiempo, así que me dediqué a explorar la calle para localizar la parada de autobús que me convenía para volver. Poca gente, sensación de alerta activada. Euforia interior al localizar la parada y seguidamente encontrar el bar propuesto, oscurísimo por dentro también. Nos quedamos fuera, había menos ruido y no se estaba mal.
Me lo pasé muy bien. Charlamos, bromeamos, nos reímos. Dibujé en mi mente las nuevas experiencias que me estaban transmitiendo, vivencias pasadas, opiniones, visiones del mundo, permitiéndome conocerles un poco mejor, saboreando esa feliz agitación de profundizar emocionalmente con potenciales amistades futuras.
Entonces, llegaron las 2 de la mañana, junto con la evidencia de que mi casa era la más lejana del área, y de que no había comprobado correctamente el horario de los autobuses. Esperé unos 20 minutos. Llegó un autobús de dos pisos y me puse en primera fila en la planta superior, rememorando mi época londinense. ¡Cuántas veces regresé a casa tras salir de fiesta! Una hora de vuelta en la capital británica; 45 minutos aquí la pasada noche. El camino procedió con normalidad, y con la cierta impaciencia que suele acompañar a las vueltas a casa, in crescendo conforme me hago mayor y me decanto definitivamente por la vida diurna más que por la nocturna.
De la parada del autobús a mi casa hay apenas cinco minutos a pie, incluso menos. Y, hasta que no abrí la puerta exterior del edificio, no me di cuenta de que me seguía un hombre. Mi impulso fue empujar la pesada puerta para cerrarla pero él puso su mano sobre ella y, por una milésima de segundo de duda en cuanto a si viviría allí, le dejé entrar. Su reacción inmediata fue hablarme, haciéndome caer inmediatamente en que no cerrarle la puerta en las narices había sido un error.
Le digo una primera vez que me deje en paz. Se aproxima y hace el gesto de abrir los brazos como para coger mis manos mientras sonríe, ignorando mi total y repetida negativa e incluso arrinconándome en una esquina del portal interior. Insistencia. Mucha. Demasiada. Frena cuando empiezo a hablar más fuerte, aunque no acaba de largarse. Me escurro sin dejar de decirle que no, que me deje en paz, que se largue. No sé si me entiende al hablarle en inglés y él a mí en alemán pero en ese tipo de circunstancias sobran las palabras, los gestos y la expresión facial lo dicen todo… a quien quiera escuchar. Allá por la quinta o sexta vez, por fin agarra el maldito picaporte y se marcha, aún a tiempo de que mi pareja se asomara por la puerta de casa y saliera a decirle que llamaría a la policía.
Todo fue muy rápido, casi no me dio tiempo a sentir miedo entre la sorpresa y la repulsión. El problema es lo que ha venido después: la conciencia plena sobre la realidad que expone ese hecho, la fuerza con la que la imagen se está paseando una y otra vez por mi mente, y el temor innato. Por mí, por mi género, por la lacra que llevamos tatuada en la cara, en el cuerpo, solo por haber nacido mujeres, o cualquier otra identidad que no coincida con un hombre blanco heterosexual en realidad. No se puede rebajar al argumento feminista, ni a ningún otro que defienda derechos humanos, clasificándolo de tontería, de innecesario, de exagerado, de “feminazi”, con la barbaridad de afrentas que suceden día tras día, desde el “simple y breve” acoso que sufrí en carne propia ayer hasta los crímenes más graves.
Sinceramente, hoy en día no me importa que un hombre abra una puerta y me deje pasar primero, no necesito que en los discursos se diga “ciudadanos y ciudadanas”, no creo que siempre que un chico mire a una chica, el acto suponga una situación machista. Comprendo la importancia de prestar atención a estas y muchas otras actitudes pero antes, mucho antes, hoy en día, lo único que quiero es respeto como persona y ser humano. Lo demás vendría consecuentemente de manera natural, o al menos más fácilmente, desde mi punto de vista, partiendo de una base tan lógica y fundamental como la del respeto y la tolerancia a los demás.
Y, para difundirlos, hace falta llevar a cabo una labor de re-educación intensa y exhaustiva, no solo desde las asociaciones feministas y de todo tipo centradas en los grupos desfavorecidos, como si fuera algo en lo que no debiéramos contribuir todos, ni solo desde la intimidad y el ambiente familiar de cada uno, sino desde los colegios, institutos, universidades, gobiernos, múltiples instituciones locales y globales. Sin esto, sin una intención y puesta en práctica conjunta y unificada por expandir el respeto y la tolerancia, los detalles cotidianos son muy difíciles de pulir. La historia nos enseña que los cambios llevan mucho, mucho tiempo. Cuanto más significativos, más tiempo y dolor conllevan. Y van paso a paso. Y empiezan por el principio.
Porque, que alguien me diga: ¿qué maldita necesidad tengo de sentir miedo? ¿De que me persigan? ¿De que me insistan? ¿De que alguien se crea con el derecho de abordarme en el portal de mi casa? ¿De creerse que me pueden arrinconar, que me pueden tocar? ¿De que mi novio me tenga que abrazar durante minutos mientras me tiemblan las piernas? ¿De levantarme pensando en apuntarme a clases de defensa personal y comprarme un spray anti-violadores? ¿De no querer volver a salir tarde nunca más? ¿De arrepentirme de ponerme medias en lugar de vaqueros? ¿De encontrarme en el resumen del periódico que los títulos más leídos de las últimas 24 horas han sido “En el Hormiguero no son los únicos: Scarlett, ¿llevabas bragas en el rodaje?” y “La policía apunta al robo como móvil del asesinato de un bebé y la violación de la madre y la hermana en Mexico”? ¿De enterarme un día de buena mañana que a un amigo un grupo homófobo le ha pegado una paliza? ¿De que maten a docenas de gais y lesbianas en una discoteca? ¿De que un fanático haya decidido arrollar a quien pillara con un camión? ¿De que un hombre sea asesinado por ser negro? ¿De que a una chica un imbécil le dé una patada sin venir a cuento mientras baja las escaleras del metro haciéndole caer de bruces? ¿De que en Rusia mueran cada año 14.000 mujeres (que se sepa) por agresiones machistas y encima conviertan estas en “faltas administrativas” en lugar de delitos porque “¿cómo se va a mandar a alguien a la cárcel por una torta?”?
La educación y el respeto es cosa de todos, y no funciona limitarnos a intentar transmitirlos lo mejor que podamos en nuestra propia casa. Pero tampoco sé qué cojones hace falta para que se tome como un asunto de prioridad universal.
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