Hace tiempo que me apetecía hacer una crónica sobre esa gente que vive a quince minutos de la playa o puede estar en Bolonia en una hora y se va de camping. Ir de camping, amigos, a estas alturas de la vida es echar una peonada máxima el viernes, montando la tienda, y sufrir otra el domingo cuando recojas antes de las doce (en el caso de ir un fin de semana).
Ir de camping es cagar donde lo hacen doscientas personas, ducharte donde han orinado otras tantas en la pésima ducha y que el sol a las ocho y media de la mañana te derrita las meninges. Ir de camping solo compensa, atención, con 25 años (eso ya pasó) que pones los clavos de la tienda con el pene cual martillo. Y no esperas otra cosa que derretirte, dentro de la tienda, haciendo el amor hasta no poder articular palabra. Saliendo nada más que para comer algo y fumar un cigarro para volver a destruirte entregado a los encantos de tu amor.
Mi conclusión es que salvo que seas de un pueblo mesetario de estepa o de la franja que comprende entre las zonas que van de Ciudad Real a Ponferrada, ir de camping es una tortura malaya. Ir a hacer pipí y levantar a tu pareja a las cuatro de la mañana con una linterna, eso, eso es ir camping, porque te jiñas. Ir de camping, queridos amigos, es dormir menos que un ratero.
Gastarte 10.000 euros en hielo y adelantarte una hora antes, por la mañana, para que tus hijos tengan pan. Es tener un barreño de color azul, todos tienen ese color, y allí fregar con las moscas lamiendo sus patas y deleitándose en alguna postilla que te has hecho al caerte de boca con las cuerdas de la tienda. Sí, amigos, ir de camping es compartir tienda, a veces, con un cuñado que ronca y huele mal. Así que, queridos lectores, antes me provoco un coma e hiberno un lustro antes que ir de camping.