La dictadura del jerezano Miguel Primo de Rivera estaba en su punto más álgido y el directorio civil estaba en su momento más reaccionario. Eran tiempos convulsos y de nuevo el país sufría una involución en cuanto a derechos humanos se trataba, aunque algunas obras civiles empezaban a modernizar España . La bodega tenía el ambiente caldeado, no iban a ser menos. Corrían entre las manos de los trabajadores, clandestinamente, pasquines y folletos de la CNT, que durante el periodo de 1923 a 1930 estaba inmersa en la clandestinidad.

Pero no por ello habían cesado su actividad a la hora de avisar y advertir que por las principales ciudades de España los trabajadores estaban alborotados y pidiendo justicia. En Jerez, aunque muy atrasada y con un concepto casi feudal en su sociedad y con un apego a las formas y los fondos de los señoritos evidente, el ambiente se volvía propicio para las movilizaciones. Todo eso iría. poco a poco. Calando para que unos años más tarde, durante la segunda república, diera un poco de luz a tantos años de oscurantismo entre monarquías absolutistas y dictaduras reaccionarias.

España no era un país acostumbrado a votar y mucho menos a las asambleas. Y con la ayuda de la iglesia católica, siempre alineada con el poder, como la puta de lujo que vende su cuerpo por mantener su confort y haciendo política desde los púlpitos a favor de sus oscuros intereses, cada paso que se daba, a favor de los derechos y las libertades, eran para retroceder otros diez.

El Capitán llamó a Pitt a las oficinas. Algo malo, pensó. Hacía tiempo que no se dirigía a él en persona. Como no lo hace nunca un sargento a un soldado sin pasar por un cabo primero.

—¿Me puedes indicar qué es esto?, dijo extendiéndole con su mano un folleto de la CNT donde venían instrucciones claras de cómo proceder en caso de huelga.

—Si he levantado este imperio ha sido gracias a que las cosas tienen un orden y esto se nos está yendo de las manos. Antes había un lugar para cada cosa y para cada persona en el mundo y ahora parece que nadie está tranquilo ni saciado, menuda juventud de ociosos. ¿No ganan un jornal? No sé qué pretenden, morder la mano que les da de comer, menudos ingratos y desagradecidos...Y todo esto en nombre de anarquistas que no creen en nada. Ni Dios, ni amo, ni patria dicen. Menudos locos.

El tono de voz del capitán empezó a elevarse. Apagó su cigarrillo apresuradamente en el cenicero y de pronto dio un manotazo en la mesa. El tintero y la pluma de plata saltaron por los aires y un pequeño busto del Papa Pio XI cayó al suelo manchándose de negro y se rompió.

—¡Quiero todos y cada uno de los nombres de los cabecillas de la revuelta. ¡Y los quiero para hoy! No se te pase ni uno. ¡Ni uno!, exclamó, amenazando con el puño en alto.

Pitt salió de la oficina y empezaba a calibrar el desenlace de todo. Ni de lejos iba a entregar a ningún compañero, lo tenía claro. Y jamás le daría un nombre al capitán. Entre otras cosas porque él era ya habitual a las asambleas clandestinas que estaban preparando una parada de brazos, tanto en el campo como en las bodegas. Fijada para el viernes 14 de noviembre y quedando sólo quince días. Iba a empezar a revelarse contra quien, a priori, le había dado la oportunidad de establecerse en Jerez para prosperar.

Pero, por lo visto, para darle el trato de un perro y ponerlo en la tesitura de traidor y chivato con la clase trabajadora. Si bien no comía mal y el techo donde dormitaba estaban a años luz de la pobreza de las gañanías y las penalidades de aquellos campesinos y operarios. Él ya había escogido bando y ya llevaba a Jerez y sus trabajadores en el corazón. Como llevaba a su novia María de Arcos, a Manuel Navarro, Matías y a los compañeros que cada mañana trataba con familiaridad y humildad.

La miseria de Jerez era inhumana y Pitt se encontraba en la obligación moral de rebelarse contra ella. La cuestión era pasar inadvertido. No eran tiempos para volver a Inglaterra y mucho menos para transitar por Jerez como un vagabundo o entrar en prisión acusado de revolucionario o maleante. Tenían claro, tanto él como sus compañeros de la CNT, que era más útil y productivo como un “espía”, ese que trataría con el enemigo más directamente, para dar información fresca a los operarios de la bodega en las asambleas clandestinas.

A veces, en la soledad de la pensión, pensaba si todo lo que hacía era una traición hacia el capitán, pero al recordar la cara del pequeño Rafael, debajo del coche, y el lamentable destino que sufrían esos seres humanos, no tenía más remedio que unirse a la causa. Por dignidad. Y por un poso literario que había cultivado en Inglaterra.

A los tres días todavía no había entregado una lista al capitán, amparándose en que él no sabía nada y, entre excusas, pudo zafarse de las preguntas inquisidoras de Richard Eton. La Guardia Civil empezaba a triplicar su presencia en las calles y comenzaba a interrogar en los cuarteles y a torturar a algunos trabajadores. Los periódicos locales daban cuenta de la inminente situación y el ambiente podía cortarse con un cuchillo. Las espadas estaban en todo lo alto.

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