Cada 45 minutos, más o menos, el mundo se derrumba. Es lo que experimenta todo buen neurótico. Para ellos, cambio es igual a destrucción, y un cambio mínimamente significativo equivale a una muerte lenta, dolorosa y agónica. Ese desasosiego, no obstante, es también fácil de experimentar para el resto: solo es preciso asistir a la debacle humana que nos brinda un telediario.
La encontraron en medio del mar, entre los restos de una balsa a la deriva. Algunos de sus compañeros de viaje, otra mujer y un bebé, yacían inertes a su lado. En el Mediterráneo. Los autodenominados guardacostas libios los repelieron con la complicidad del gobierno italiano. Nadie hace nada ni nadie piensa en ellos. Es como si la empatía nos estuviera vedada con según qué pieles. Y ellos siguen muriendo de hambre, embarcando y muriendo del todo; en ese interminable y cíclico retorno a la oscuridad.
La tele nos los muestra, nos regala esas imágenes que no queremos volver a ver pero contra las que ya estamos anestesiados. Lo mismo ocurre con las mujeres a las que asesinan sus parejas. Cada poco vemos aumentar la cifra en nuestras pantallas y nos sentimos sangrar por la herida, una herida que nunca se cierra; como el agujero del Mediterráneo, esa enorme grieta que ha segado tantas vidas. No puedo evitar preguntarme qué ocurre en este mundo.
¿Qué nos está pasando? ¿Cuándo empezaron a torcerse las cosas del todo? No sé si será, como sugiere un buen amigo, una mera cuestión de supervivencia, de lucha entre unas tribus y otras. No sé si todo se deberá a un darwinismo descarnado —cómo si no iba a ser el darwinismo— en el que mueren los que peor se adaptan y sobreviven aquellos más listos o más afortunados. Personalmente, me niego a creerlo, aunque tampoco sepa darle una buena explicación.
La codicia, las sombras de la perversión más animal y el lado oscuro de las cosas están ahí, acechan. Es una realidad y quizá la más dura de cuantas hay. Si nuestras vidas acaban al menos debería haber una buena razón para ese final. De algún modo, todo debería conducir a él por cientos de motivos, como en las deducciones de Sherlock Holmes. No puede basarse en el egoísmo enfermizo de un macho que se siente amenazado o en el quebranto de unas leyes que funcionarían mejor si no afectasen a seres humanos. No hay quien lo entienda y aun así sucede.
Mucho ha llovido desde que aquel niño amaneció tumbado boca abajo en la orilla, con los pulmones encharcados en agua salada. Todo había de terminar así, salado como el agua del mar, salado como las lágrimas. Hay demasiadas cosas que no entendemos por más que nos topemos con ellas, por más que padezcamos su zarpazo, por más que maten a aquellas que son como nosotros o por más que mueran esos hijos que nunca hemos tenido. Con cada comida nos enfrentamos de nuevo al rosario de tragedias mundiales y de desastres cotidianos. El lado oscuro de las cosas acecha con tanta asiduidad que ya casi no molesta. Y eso sí que es un naufragio.
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