No recuerdo una época de mi vida desde hace más de 20 años en la que no haya tenido miedo por alguno de mis hijos e hijas. Desconozco si es un sentimiento personal o universal. Me temo que esto segundo. Pero, así es. Miedo a que enfermasen, a que un catarro fuese una neumonía, a que encajasen en la guardería, a que aprendieran sus primeras letras, a que no se me ahogase uno en clase de natación, a que superasen sus pruebas escolares con suficiencia… Y, después, cuando han sido lo suficientemente mayores como para hacer sin supervisión todo eso que han ido aprendiendo en su vida, que lo hicieran “con cabeza” y fueran felices… y sigo en esa batalla.
El miedo, en general, y el miedo a lo desconocido o ajeno, en particular, desarrolla un potentísimo mecanismo de defensa. A menudo, trasladamos –queriendo o sin querer— esos miedos a nuestros hijos e hijas, para contribuir a que se protejan, a que encajen, a que formen parte del grupo. Sin embargo, sin haber superado previamente el miedo, al fracaso, por ejemplo, o a los prejuicios, abundando, muchas de las personas, hombres y mujeres, que han realizado cruciales aportaciones a la historia no lo hubiesen hecho.
Conocemos la geografía de nuestro planeta gracias a quienes lo exploraron, y su reino animal, gracias a quienes lo observaron, lo catalogaron, lo pintaron… Algunas de las personas que se embarcaron en estas “aventuras” mantenían, de manera paralela a su vertiente científica, una creencia religiosa determinada. Y esta segunda no les impedía observar la naturaleza en toda su dimensión, incluso, barnizarlo con el tinte de la grandeza del ser superior en el que creen. Las mujeres hoy tienen –con matices— derecho a voto porque alguien superó el miedo a no encajar en lo que la corriente de pensamiento institucionalizado decía: que las mujeres no podían votar porque somos seres inferiores.
El miedo a “enseñar públicamente” a las personas con discapacidad, las ha mantenido, durante enormes periodos de tiempo ocultas, escondidas, porque su “malformación” se consideraba consecuencia de un pecado, de una deuda que había que saldar….o como ustedes quieran llamarlo. Hoy nadie duda de que las personas con diversas discapacidades físicas o sensoriales poseen, a su vez, múltiples capacidades que ponen a diario al servicio de una sociedad en la que tienen los mismos derechos que cualquiera.
Y enlazando con lo anterior, cuando una pareja no tenía hijos, se daba por hecho que la incapacidad venía del lado femenino para concebir. Hoy es evidente, gracias a la ciencia, que no es así. Sería ridículo pensar que por conceder a todas las personas los derechos y la dignidad humana les corresponde, quienes nos tenemos por “normales” vamos a perder los propios.
¿A qué tenemos miedo? ¿A no ser capaces de dar respuesta a nuestros hijos e hijas si se sienten distintos? ¿A que se remuevan los cimientos de nuestro confort? ¿De verdad tenemos miedo a que uno de nuestros vástagos pueda ver con dignidad a una persona con otra identidad sexual y a tratarle con el respeto y la normalidad que merece? ¿De verdad nos asusta que alguien enseñe a nuestras niñas y a nuestros niños en qué consiste la violencia de género para que ambos tengan referentes claros respecto a conductas, como el control, que están normalizadas? ¿A qué derechos queremos contribuir o cuáles queremos limitar?
El tema me parece de tanta profundidad y trascendencia que llamarle pin resulta grotesco y abanderar un presunto derecho blandiendo la Constitución, obsceno. No me extraña que ayer fuese el día más triste del año.
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