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Que el paro es el problema principal de nuestro país, nadie lo duda. Pero, además y sobre todo, España se caracteriza por tener unos salarios tan bajos, que gran parte de los trabajadores y trabajadoras de este país tienen serias dificultades para llegar a fin de mes. O dicho de otro modo, el resultado de la crisis, y de la política económica desarrollada por el Partido Popular, han traído como consecuencia, y de forma indubitada, un país mucho más pobre.

En apoyo de la afirmación precedente, recordar los datos que, sobre salarios en Europa, recogía El Confidencial de hace unos días: España y Grecia son los dos únicos países que no han recuperado los niveles salariales anteriores a la crisis (2008). Ni que decir tiene que, la existencia de salarios tan bajos, mientras continúan subiendo bienes básicos para las familias, han significado un empobrecimiento abrupto de la mayor parte de la clase asalariada nuestro país.

Pero esta triste realidad salarial no solo nos indica y muestra la causa de este empobrecimiento, sino que tiene un mayor alcance sobre el conjunto de nuestra economía. En primer lugar, los bajos salarios representan un freno al consumo, y si tenemos en cuenta que este (el consumo) es la magnitud más importante porcentualmente, de entre las que integran el PIB —macromagnitud que nos sirve, entre otras cosas, para medir el crecimiento—, los bajos salarios son también un freno al crecimiento económico de nuestro país. Me anticiparé a los críticos de esta tesis, recordándoles que España ya no tiene más margen para ganar competitividad vía salarios, salvo que se quiera laminar a gran parte de la población, claro está.

Y en este punto querría dejar constancia que mientras los salarios cayeron, los beneficios empresariales crecieron en torno a un 6%. Estos datos dejan patente dos cosas: quienes son los beneficiarios del crecimiento económico, por una parte, y que los instrumentos de redistribución no están funcionando, por otra. En segundo lugar, si el salario es, sobre lo que parece haber acuerdo generalizado, la retribución de la fuerza de trabajo contratada, podemos concluir que la clase empresarial española tienen en muy baja consideración a gran parte de la fuerza de trabajo nacional. Y si su política retributiva, tan a la baja, les puede resultar (o no) beneficiosa en sus cuentas de resultados a corto plazo, tienen un efecto negativo sobre el consumo y el crecimiento económico del país. Y parece, por tanto, que, aquellos que están siendo beneficiados por el crecimiento económico, tienen poca confianza en la economía española.

En tercer lugar, una política salarial decente, situada en parámetros similares a los existentes antes de la crisis, comportaría un crecimiento de los ingresos del estado, vía impuestos y cotizaciones sociales, contribuyendo con ello a disminuir los problemas de equilibrio presupuestario y de mantenimiento del sistema público de pensiones. Recordar en este punto, que la hucha de las pensiones tenía al comienzo de la crisis un superávit de más de 66 mil millones de euros, fruto del sobrante de las cotizaciones a la Seguridad Social que, por aquél entonces, y con mejores salarios, pagaban empresarios y trabajadores. Sin embargo, nos proponen, precariedad y bajos salarios, manteniendo unos niveles vergonzantes de paro. Un verdadero estímulo para el crecimiento de la población, problema esencial para nuestro futuro a largo plazo. ¿Dónde quedó el concepto de salario justo?

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