Guernica de Picasso.
Guernica de Picasso.

En esta ocasión mi romanticismo es otro. Yo, lo confieso, amo a mi patria. España es mi nación y su cultura mi referencia. Es el español un pueblo hospitalario, sencillo, plural, de amplias sonrisas y miradas largas. Su historia ha sido intensa y ha contribuido, de modo estelar, a hacer de occidente lo que occidente es hoy. Para lo bueno y para lo malo.

Soy español y no me avergüenzo. Lo digo, incluso, con orgullo. Hoy yo, que siempre huyo de los chauvinismos trasnochados, siento la necesidad de proclamarlo. Soy un hijo de España. Y me entusiasman los verdes astures, gallegos o vascos; la hermosura señorial de Cantabria y la sobriedad de las Castillas; la dulzura de Extremadura, que hay que saber apreciarla, y la luz que Levante nos regala. Andalucía inmensa. España y sus paisajes me tienen seducido. Y me deleito en sus acentos. Y no lo opongo a nada, a nada lo comparo, ni con nada lo confronto. Simplemente disfruto de lo que la patria me ofrece. Y además es la tierra de los míos, son los paisajes de los míos, son sus acentos y su reposo sagrado.

Pero no es mi patria la de los símbolos. No me mueven ni el himno, ni la bandera, ni los Pelayos astures reconquistadores. Y ni tan siquiera soy monárquico. Las fronteras, para mí, solo debieran ser líneas trazadas sobre un mapamundi. Mi patria y sus símbolos son otros. Amo los atardeceres que aprendí a gozar leyendo a algunos escritores del noventayocho. Me regocijo con los niños que, como yo, subían a los árboles a coger nidos, como describiera Delibes en su novela El camino. Mi deleite con Las siete canciones populares, de Falla, es absoluto. El Cristo, de Velázquez, el Guernica, de Picasso, o El Gran Masturbador, de Dalí, son referencias pictóricas que contribuyeron a mi crecimiento personal. A mi crecimiento emocional, para ser más precisos. Referencias visuales de mis inclinaciones juveniles.

Y la bahía de Cádiz que me mostró Alberti, en su primera Arboleda Perdida, Los campos de Castilla, o las palabras de Juan de Mairena, Machado auténtico, Poema del Cante Jondo o aquél Poeta en Nueva York, Lorca puro, o los poemas que cantara Paco Ibáñez, hicieron crecer este orgullo patrio que me desborda. Unamuno, Juan Ramón, Ortega, Azaña, Salinas o Miguel Hernández, me convencieron de que también mi lengua era mi patria.

Pero mi anhelo por España está muy alejado de los símbolos tradicionales que nos han impuesto. Ya he denunciado muchas veces a aquellos que, reclamando el honor de España, se envuelven en su bandera para tratar a la patria como a una puta, con perdón de las señoras putas. Es la felicidad de los compatriotas lo que debe ser el símbolo supremo, lo que debe presidir la acción de los gobiernos, lo que se ha de convertir en incansable búsqueda. Tararear un himno y adoptar medidas excluyentes, social y económicamente, de gran parte de la sociedad española, no es patriotismo, es alta traición. Pero retomo mi idea inicial, que era esta la hora del elogio. La niña que tenía el pelo marrón, en la voz de Serrat, la planta 14, que popularizara Víctor Manuel, o Pongamos que hablo de Madrid, que Sabina cantara, son algunos ejemplos de esa educación sentimental que aprehendíamos gracias a estos juglares del siglo XX, mientras la libertad se hacía un hueco en una España nueva.

Y, aunque asomó sin quererlo en un párrafo ya escrito –grande Dalí-, he obviado, hasta ahora, hablar de Cataluña. Y era intencionado. Prefería, amante doliente, dedicarle algún párrafo expreso. Yo no puedo imaginar España sin Cataluña. Y respeto, bien lo sabe dios, a aquellos que prefieren separarse. Aunque no lo comparta. España me crió de esta manera. Cataluña de mis amores. La Cataluña acogedora, moderna y abierta, ejemplo de progreso social, económico y cultural, vive horas inciertas. La tierra de Dalí, de Maragall, la que acogió a Picasso, la de Eduardo Mendoza o Vázquez Montalbán, la de Plá o la de Marsé, de Gil de Biedma, Barral o Goytisolo. Cataluña adorable.

Una tierra tan hermosa, con tan variados paisajes, con tan exquisita gastronomía, y con una riqueza cultural impresionante, incluida su hermosa lengua, no puede haber perdido de repente el “sen”. Tendremos que pensar qué se ha hecho mal, por qué tantos catalanes, que no eran tradicionalmente independentistas, decidieron adscribirse a tan antihistórica tendencia. Independentistas, poco fiables, que convierten en símbolo una mentira (el fallido referéndum) y que incumplen todas las legalidades, la constitucional y la independentista (que incumplieron apenas aprobadas).

La ley deberá actuar, pero no solo. Hay que facilitar que desanden lo andado. Esta es la hora de los puentes. Y por patriotismo, aquellos que son un obstáculo para esto deberían dar un paso atrás. Para mí la cuestión catalana se solucionará con cambios adecuados en Madrid. A Azaña, en su tiempo, le bastó un discurso, desde un balcón, para desactivar el separatismo. Y ya lo escribió Ortega, la mejor manera de combatir los particularismos, como él los llamaba, era tener un proyecto de futuro ilusionante e inclusivo. Lo que a nuestra patria le falta hoy. Y para combatir los prejuicios, Viva España!

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