Nos empeñamos en querer seguir siendo jóvenes. Y nos ocupamos en reparar el chasis, como si así pudiéramos esconder los trágalas a los que la vida nos obliga. Yo mismo perdí más de veinte kilos y me ocupo de sonreír, constantemente, repartiendo muecas como un poseso (espero que sepáis guardarme el secreto). No queremos que nadie descubra los pliegues de nuestra piel y ni las grietas de nuestra alma.
No podría, no debería, repartir fórmulas genéricas. No serían verdad. Ni alcanzarían todas las experiencias posibles. No soy tan brillante. Ni nunca tuve esa intención. Solo puedo compartir mis cosas por si alguno pudiera reconocerse. Los años no pasan en balde, ni las experiencias, ni los fracasos.
Aunque las condiciones de vida, en términos generales, nos permitan acercarnos a la vejez en mejores condiciones que aquellos a los que tuvimos que enterrar, siempre y cuando no nos crucemos, intempestivamente, con esa mala amante que nunca falta a la cita. Aunque los modos de trabajo, las costumbres alimenticias y los hábitos más saludables nos den una apariencia más vital. Todo es pura ilusión. El desgaste no para.
Ya lo dijeron los filósofos. La vida no es más que una continua elección. Y, claro, tanto elegir, al final, demasiadas decisiones equivocadas. ¡Y cómo pesan los errores acumulados! No sé vosotros, pero mi mochila viene demasiado cargada. Y cuántas veces pensé qué hubiera sido de mi vida si la elección hubiera sido otra, con los estudios, con los trabajos, con los amigos, con los amores.
Pero da igual. De haber sido otras las elecciones, las preguntas seguirían siendo las mismas. Siempre tendremos huecos para interrogarnos. Si el amor nos fuese bien, nos preguntaríamos sobre el trabajo. Si fuese el trabajo el satisfactorio, nos acordaríamos de aquella otra oportunidad que dejamos, inopinadamente, pasar por la estación de nuestra vida. Y más de una vez nos hemos preguntado cómo habría sido el cuento de habernos matriculado en aquella otra carrea que fue nuestra primera inclinación. O qué habría ocurrido de haber cuajado aquél antiguo amor. O si hubiésemos cultivado aquellas viejas amistades, que tanto nos ayudaron a crecer, y que se fueron diluyendo con el paso de los años. Pero ya si no hay trabajo, si no hay amor, si la soledad se hace presente, excuso deciros el caudal de interrogaciones que nos angustiarían. Quien lo probó, lo sabe.
No obstante, cuando alcanzamos a compartir reflexiones de esta naturaleza con amigos y conocidos, se pueden compartir especulaciones como las precedentes sin transmitir un ápice de intimidad, nos damos cuenta que no estamos tan solos. Que muchos piensan, sufren y sienten cosas similares y, al mismo tiempo, las viven de modo muy distinto y por circunstancias muy diversas. Somos tan parecidos. Y tan diferentes. Así es la vida.
Entender y sentir, dicen que son las dos fuentes de conocimiento humano. Y sentir, sentimos, claro, pero vivimos queriendo, constantemente, entender lo que nos sucede
El problema está en la base. La naturaleza, la vida, el hombre, son un caos. Y este es el asunto. Nuestro continuo empeño en reducir este a caos a nuestros criterios de racionalidad es la principal fuente de insatisfacción de la especie. Y en nuestro caso, ese empeño se concreta en nuestras continuas elecciones, individuales, con las que vamos cargando en nuestra particular alforja. Entender y sentir, dicen que son las dos fuentes de conocimiento humano. Y sentir, sentimos, claro, pero vivimos queriendo, constantemente, entender lo que nos sucede. Y no siempre, la mayoría de las ocasiones diría yo, lo conseguimos. Y esta es la fuente de nuestra específica insatisfacción.
Por eso nos hacemos constantemente, íntimamente, preguntas de este tipo. Buscando una realidad que nos fuese menos hostil. Y por eso nos cuidamos. El desconocimiento de la realidad, esa caótica, mudable, impertinente, pocas veces amable, nos lanza inexorablemente al mundo de las apariencias. No para mentir ni engañar a nadie, que también (y sucede en demasiadas ocasiones), sino para esconder nuestro inseguro conocimiento de la vida, nuestros miedos y nuestras esperanzas.
No crean que soy un escéptico. Ni un relativista. Yo no niego al hombre su capacidad de conocer la verdad. Solo digo que la lupa con la que miramos es privativa, cada uno tenemos la nuestra. Y vivimos la hostilidad del mundo de modo diferente, tamizada por nuestras personales lentes, buscando una verdad imposible en un caos despótico. Recordad que, como vaticinio de lo que serán nuestras vidas, nada más nacer, nos dan varias cachetadas en el culo porque nos quieren llorando. El milagro humano: a pesar de todo, seguimos sonriendo.
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